De jefe a un indocumentado más

NUEVA YORK.— Algunas madrugadas de su nueva vida, mientras el tren de las 4:50 lo saca de Brooklyn, Carlos Hernández piensa que su esposa y sus dos hijos todavía duermen, y entonces, sin cerrar los ojos, le gusta imaginar que la siguiente estación del subway va a ser La Merced, que subirá los escalones, atravesará el Anillo de Circunvalación y entrará corriendo a su vivienda en Santo Tomás, un predio expropiado por el gobierno capitalino, justo a tiempo para despertarlos.

“Pero sólo lo pienso”, dice, su bigote ralo se le curva, como si la sonrisa saliera a detener un llanto. “Fui alguien que siempre se ganó todo a base de trabajo, y de repente pura necesidad. Por decisión de una persona de expropiar, te tumban tu mundo, te tumban tus proyectos, te tumban todo”.

Manhattan tiene aún miles de luces cosidas a su vestido negro, pero Carlos o Charly, como le dicen ahora, ni siquiera lo nota.

Aunque en los vagones de esas horas el idioma español podría competir, en estruendo, con el rechinar de ruedas contra vía, eso no es La Merced, y él lo sabe, ya no es el velador del predio Santo Tomás, ni el dueño de una microempresa de agua potable instalada en ese mismo sitio, su suerte toda ha dado un vuelco: los proyectiles de aire como hielo se encargan de decírselo.

Carlos sólo trabaja. No conoce Central Park, piensa en los “30 granaderos con metralletas que llegaron para sacar a cuatro personas”, en “el que no tranza, no avanza”, en “es mejor ser delincuente, ser narco, a esos sí los defienden”. Recuerda la promesa hueca de reubicación que le hizo el Gobierno del Distrito Federal y se sabe sin opciones.

“Tal vez no sea tan difícil para otras personas, para mi sí. Allá era mi propio jefe, aquí soy ayudante de cocinero, preparo carne, pico cebolla, chiles, le ayudo al cocinero, preparo fruta como ensalada, el ayudante de cocinero tiene que dejar limpia la cocina, como no sabes inglés, eres el de abajo”, dice.

Por 12 horas diarias, seis días, obtiene algo más de 350 dólares a la semana, y de eso sale el pago de las deudas: casi 40 mil pesos de la máquina purificadora de agua desmantelada por la expropiación, otros 20 mil al pollero, los 15 mil para buscar vivienda para su familia y pagar su cambio de vida.

La mujer coreana que vigila la caja registradora del Dely lo mira sin mirarlo, un mexicano más, otro sin nombre, contratado sin papeles por la tercera parte de su precio. “Y que todavía salga (Ebrard) al otro día a decir que le están haciendo un bien a la ciudad. Es una burla”.

Manhattan, que lo mira cargando los costales de legumbres, ya lleva un buen rato levantada. Charly no rebasa el metro 60, cuando aparece en el restaurante, sudor en la frente, aditamentos de cocina en mano, parece mucho más chamaco de los 31 años que tiene. Casi no habla, “no masco el inglés”. Carlos ya aprendió que onion, blanca o morada, le hace lagrimear.

“Tratas de vivir la vida como desgraciadamente te está tocando vivirla, pero ni siquiera se puede uno dar el lujo de sentarse a llorar, aquí tienes que estar llorando y trabajando, y extrañando y trabajando, no te queda de otra”, dice en el camino de regreso.

Junto a los otros ocho que comparten la vivienda en ese extremo de Brooklyn llamado Jamaica, Charly devora un plato de pancita, pide a EL UNIVERSAL entregar a sus hijos unas cajas con juguetes que él no ha podido enviarles, y libera una esperanza: “voy a estar máximo un año y medio. De aquí pa’ delante, puro seguir trabajando, tratar de llegar a la meta de juntar un dinero, llegar allá y volver a construir algo”.

Entonces sonríe, arma relajo con sus compas de exilio, se echa en la cama, se pone a mirar a Juan Querendón y antes de marcar la larga distancia para hablar con su esposa Concepción, dice entre dientes, para que lo escuchen: “a ese señor (Marcelo Ebrard) que Dios lo bendiga. Y que a mí no se me olvide”.
Crónica de Luis Guillermo Hernández, El Universal, 11 de abril.

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