Migrantes de Chiapas residentes en EU son ahora una carga para sus familias

En los Altos de Chiapas la migración a Estados Unidos revierte sus efectos al calor de la recesión económica del otro lado de la frontera, y lo que parecía una opción para mejorar los ingresos de las familias indígenas se ha convertido en una carga, y casi una paradójica prisión que separa a los migrantes de su país y sus familias.

Tan sólo del paraje Catixtik, en el municipio tzotzil de San Juan Chamula, hay actualmente unos 55 hombres de “ilegales” en Estados Unidos. Apenas un puñado de entre los miles de indígenas que en años recientes se han enganchado con polleros en sus propias tierras para cruzar la frontera.

Ahora que tampoco hay trabajo allá viven desempleados y a salto de mata para evitar la deportación. Para colmo, “no pueden regresar”, pues carecen de recursos para hacerlo y aún le deben al pollero. En su comunidad no los espera ninguna opción laboral y al irse abandonaron o descuidaron sus campos.

Subsisten en su inactivo exilio gracias al dinero de programas gubernamentales como Oportunidades que reciben sus esposas en Chiapas. Éstas se ven obligadas a transferir esos pesos a través de Western Union para que los hombres lo conviertan en dólares caros.

Los polleros, “enganchadores” del siglo XXI, son con frecuencia también indígenas. Algunas fortunas personales (que no se deben sobrevalorar tampoco) en San Juan Chamula, Zinacantán y San Pedro Chenalhó pueden atribuirse a este nuevo tipo de intermediadores de la mano de obra tzotzil, cuyos antecesores pueblan los relatos indigenistas de Rosario Castellanos y Ramón Rubín.

Hace unos años la “exportación” de chamulas, zinacantecos y pedranos era considerada una “industria en crecimiento” (La Jornada, 5/6/06), mientras los estudiosos Floriana Teratol y John Burstein reportaban el año pasado que cada migrante pagaba unos 10 mil pesos por el viaje de Chiapas a Arizona, cruzando por el desierto. Una vez allá, “el migrante adquiere una deuda de otros 5 mil pesos para que el ‘raitero’ lo coloque” (Ojarasca, 8/08).

Independientemente del efecto en la integridad comunitaria y familiar del trasterramiento económico (la mayoría de los migrantes son hombres casados), por un tiempo pareció una alternativa contra la escasez en sus propios pueblos. El gobierno de Vicente Fox llegó a promover e idealizar esta forma de “empleo” para los mexicanos pobres. Según los investigadores citados, los migrantes enviaban “entre 3 y 4 mil pesos quincenales a su casa, la mitad de su ingreso”. Así pagaban deudas en su comunidad y podían invertir en la construcción de su casa, a veces de manera ostentosa e inecesaria.

Al igual que indígenas y campesinos de otras zonas de Chiapas, los tzotziles de los Altos suelen dirigirse a Florida, Carolina del Norte y otras entidades en el norte de Estados Unidos. Su relativa bonanza les permitía pagar las multas por no asistir a las asambleas ni cumplir obligaciones comunitarias, y al regreso disponían de recursos para ocupar cargos religiosos en sus comunidades.

Migrar se convirtió en una “moda” entre los jóvenes. Una “prueba” de hombría, una aventura prestigiosa. Según testimonios de esposas que se quedan, escuchados en distintas ocasiones, la migración no tenía sólo efectos monetarios. Estando allá, los hombres recurren a prostitutas y consumen pornografía de todo tipo, lo cual cambia sus comportamientos (y en ocasiones causa la diseminación de enfermedades). Por decirlo crudamente, al regresar, los migrantes intentan reproducir en su vida marital las prácticas “aprendidas” del porno, y sus cónyuges, al no aceptarlas, son repudiadas.

Ahora, los migrantes están regresando. Pero muchos siguen “enganchados”, y son los limitados programas gubernamentales y los préstamos de agiotistas locales lo que mantiene su estancia allá. Representan una carga más, quizá la peor, en las economías familiares de los indígenas más pobres.
hermann Bellinghausen, La Jornada, 5 de octubre.

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