El asesinato a sangre fría ya es práctica institucional del ejército colombiano

Soacha, Cundinamarca, 16 de junio. El grupo se autonombra “las mamitas de Soacha”. Crían a sus respectivas proles con unos cuantos pesos, grandes carencias y mucha enjundia. Desde que la larga era de la violencia colombiana les arrebató a sus hijos, algunas revolucionaron sus vidas y ahora son activistas por los derechos humanos. En las horas pico, el trayecto de Soacha al centro de Bogotá en metrobús puede tomar hasta dos horas. Pero cada miércoles hacen este recorrido, ya es el día en que sin falta se instala la “galería de la memoria”, plantón que organiza el Movimiento de Víctimas de Crímenes de Estado (Movice) frente a la céntrica Plaza Santander.

De paso aprovechan para salir de cacería a los puestos de libros usados. Apartando centavos del flaco presupuesto familiar se han hecho de una respetable hemeroteca de publicaciones, donde, de manera aislada, pero constante, se relatan las miles de “historias canallas” –como les llama el periodista español José Manuel Martín Medem– que componen el balance del uribismo.

“Mire esto”, dice Luz Marina Bernal. Me extiende un viejo ejemplar de la revista Semana. Ahí está el relato del soldado Luis Esteban Montes, del 31 Batallón de Infantería en La Guajira. Una noche oscura, de tormenta, le encargaron la custodia de un joven al que llevaron engañado al campamento en plena selva. Al amanecer debía matarlo para reportarlo como “falso positivo”. Le ofreció un cigarro al sentenciado. A la luz del cerillo se dio cuenta de que era su hermano Leonardo. Intentó salvarlo, suplicó ante sus superiores que no lo mataran y nada pudo hacer. Entonces habló, denunció el asesinato. De castigo fue confinado a un lejano campamento militar en Rionegro, obligado a recoger la basura como única misión.

Cómo se regó el escándalo
Las “mamitas de Soacha” han aprendido a conocer la entraña de su Colombia feroz. Según los informes de la reciente misión del relator de las Naciones Unidas para ejecuciones extrajudiciales, Philip Alston, a mediados del año pasado conoció de primera mano historias muy similares a ésta en Antioquia, Arauca, Valle del Cauca, Casanare, Cesar, Córdoba, Huila, Meta, Norte de Santander, Putumayo, Sucre y Vichada. Es decir, el asesinato a sangre fría como práctica institucional del ejército en toda la extensión territorial. Movice cuenta con 2 mil 567 expedientes integrados.

“Existe una flagrante tolerancia (del gobierno) con respecto a estos crímenes”, sostiene Alston en su informe.

A diferencia de los miles de casos de falsos positivos anteriores, invisibilizados por los medios de comunicación y encubiertos por las autoridades, los de Soacha estallaron en los medios con toda su carga de escándalo.

Fue pura casualidad: en otoño de 2008, justo cuando los exultantes Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos, su ministro de Defensa, bebían todavía las glorias de sus dos golpes “maestros”: la Operación Jaque Mate para liberar a la francocolombiana Ingrid Betancourt y a tres agentes de inteligencia estadunidenses secuestrados por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia y el bombardeo al campamento de Sucumbíos, en Ecuador.

Cuatro familias procedentes de Soacha estaban en la antesala de la morgue de Ocaña. Les acababan de confirmar que los cadáveres encontrados eran de sus hijos. Un periodista local pasó por ahí, vio la escena, se acercó, indagó. Publicó la noticia. Los datos se acumularon. Sumando dos más dos, la prensa nacional finalmente puso al descubierto el caso de los “falsos positivos”.

El 23 de septiembre de 2008 “el caso de Soacha” estaba en todos los noticieros. Uribe, siempre a la ofensiva, cuestionó directamente a las víctimas: esos muchachos –dijo en cadena nacional– “no salieron con el propósito de recoger café; iban con propósitos delincuenciales”.

Luz Marina y su marido venían llegando del cementerio, después de depositar ahí los restos de su hijo, empeñando y vendiendo hasta lo que no tenían para darle a su hijo un descanso digno. Prendieron el televisor justo en el momento en el que hablaba Uribe. “Sentí una humillación tan grande como no se puede imaginar. Fueron esas ofensas lo que nos activó como madres a todas. Ahí, en ese momento, nos decidimos a luchar por la verdad.”

Impunidad en todo su esplendor
Se presentaron las denuncias que tuvieron eco inusitado. Bajo presión, en noviembre el presidente accedió a dar de baja a 27 oficiales, entre ellos a su general estrella, Mario Montoya, ejecutor de la “perfecta” Operación Jaque Mate. Lo mandó de embajador a República Dominicana. Dos generales más, cuatro coroneles y varios oficiales de rango medio también salieron de las filas del ejército, cobijados por los halagos presidenciales. Nunca pisaron siquiera un juzgado. El analista Felipe Zuleta calificó esta medida de “un fuerte blindaje” para el presidente y su ministro de Defensa, Juan Manuel Santos.

Solamente una veintena de oficiales de bajo rango y soldados fueron apresados. En el juicio del caso de Fair Leonardo Porras, quizá el más llamativo por su discapacidad mental, fueron presentados ante el fiscal seis militares. Se probó paso a paso su secuestro, su asesinato, el montaje de una escena de falso combate, la siembra de una pistola y casquillos de bala que no correspondían por su calibre, el robo de sus documentos. Se demostró en su totalidad el concierto para asesinar a sangre fría.

Los expedientes son una radiografía de cómo funciona esta maquinaria de muerte. Para llevar con engaños a los jóvenes a los puestos militares convertidos en trampas, actúa una red de reclutadores. Forman parte de los cerca de 750 mil civiles que colaboran con espionaje, delaciones y favores ilícitos al aparato de la seguridad pública. Su tarea también incluye proporcionar material bélico (generalmente ya inservible) para la fabricación de la escena del falso combate.

Los reclutados para el sacrificio son entregados a otro grupo de soldados profesionales adscritos a la división S-2 de inteligencia militar. Ellos son los encargados de asesinarlos e inhumarlos como NN. Luego entran en acción cuadros superiores, que colaboran en los montajes, la aprobación de las necropsias y los reportes falsos, la validación de inspecciones trucadas y, desde luego, el pago de los servicios a toda la cadena de producción. Esto se hace con el presupuesto de Washington para el Plan Colombia, según logró investigar Martin Medem, autor del libro Colombia feroz.

Instaladas las audiencias, empezaron las tácticas dilatorias. Un día un abogado tenía que ir al dentista. En cinco ocasiones otro justificó su ausencia del juzgado por “fallecimiento de su madre”. Así transcurrió el plazo de 214 días como máximo para emitir un fallo. Dos años después del hallazgo, todos fueron liberados. La prensa dio cobertura a la fiesta que organizó el Ejército para agasajar a los exonerados: banquete, globos, aromaterapia, manicure, rifas.

La impunidad en su esplendor.

“Pero esto aquí no termina –afirma Luz Marina Bernal– ahora vamos a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.”
Blanche Petrich, La Jornada, 17 de junio.

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