Pesa sobre el candidato oficialista Santos el escándalo de los falsos positivos

Soacha, Cundinamarca, 15 de junio. Un joven de 21 años que se declaró “adicto a los videojuegos” se acogió a un programa de testigos protegidos de la fiscalía colombiana en el juicio por las ejecuciones extrajudiciales de 13 muchachos de Soacha, ciudad conurbada colindante con la capital. Confesó ante los jueces que por cada man que “contactaba” cobraba 300 mil pesos (poco más de 150 dólares). Los Paisas, bar de mala muerte, era su centro de operaciones.

Los reclutadores, Alexander Carreteros y John Jairo Muñoz, hoy presos, recibían el doble por trasladar a los jóvenes engañados, considerados mercancía humana, a las inmediaciones del 15 batallón de infantería en la ciudad de Ocaña, departamento de Santander, a 800 kilómetros de distancia. Un trayecto de 20 horas por tierra si se hace en autobús.

Los soldados y oficiales de esta base militar y de la segunda división del ejército cobraban después bonificaciones hasta por 13 salarios mínimos –además de otras recompensas, como días de descanso adicionales y méritos para ser promocionados– por redondear la tarea. Los jóvenes eran asesinados, se “fabricaba” la escena de un combate, se sembraban armas, municiones y granadas cerca de los cuerpos, y los reportaban como “bajas enemigas” en un enfrentamiento. Otros oficiales contribuían a falsear informes, peritajes y actas de defunción. Sus superiores avalaban los reportes.

Era la maquinaria de los “falsos positivos” en plena producción. Hoy se sabe que en tres años (2005-2008), entre dos mil y tres mil jóvenes fueron entregados al ejército y asesinados de esa forma, la mayoría en zonas rurales. Pero fue el caso de los 13 de Soacha y dos de los barrios populares de Bogotá lo que hizo visible “la punta del iceberg”, como tituló la Fundación Educación y Desarrollo su detallado informe sobre esa infamia, que reventó al presidente Álvaro Uribe en la cara justo cuando negociaba la posibilidad de una relección para un tercer periodo.

Era una vieja rutina practicada por elementos de la fuerza armada al menos desde 2005, cuando en el marco de su estrategia de seguridad democrática Uribe aprobó los decretos de recompensa a los miembros de la institución castrense por “cada captura o abatimiento de miembros de grupos al margen de la ley”. Sólo que esta vez, comenta Blanca Monroy, “después de matar a tanto joven campesino para cobrar unos centavos, se acercaron demasiado a la capital. Sólo por eso se destapó el caso de nuestros niños. Si no, ¿cuántos más hubieran seguido?”

De Soacha a Ocaña, 20 horas hacia la muerte

Un viento helado en pleno mes de junio barre las orillas de la ciudad de Soacha, departamento de Cundinamarca, con sus 400 mil habitantes y su 22 por ciento de desempleo, la tasa más alta del país. Luz Marina Bernal, madre de familia, se apura con las tareas domésticas, porque cuando caiga la tarde su casa quedará sin luz. “Exceso de pago, ¿sabes?”

De los 15 ejecutados, cinco eran desempleados, tres albañiles, dos estudiantes, un taxista y el resto empleados. Pobres, todos.

Luz toma aire y empieza a contar por enésima vez: “Soy madre de Fair Leonardo Porras Bernal. Tenía 26 años, edad neurológica de nueve, por un daño cerebral. Lo desaparecieron el 8 de enero de 2008 y me entregaron su cadáver ocho meses después en la ciudad de Ocaña. Lo sacaron de una fosa común. Reportaron que murió dos días después de su desaparición. Un oficial del ejército me dijo: ¿Qué no sabía que su hijo era un gran terrorista? Le contesté: Si se lo llevaron de Soacha el día ocho, ¿cómo que se hizo guerrillero en dos días?”

Fair nunca aprendió a leer y escribir. “Pero aprendió panadería, manualidades, albañilería. Últimamente era ayudante en trabajos de pavimentación”, cuenta su mamá. “No distinguía el bien del mal; por eso fue fácil engañarlo. Ahora sabemos que el reclutador lo tuvo en su casa toda la noche y al día siguiente se fueron a la terminal para tomar el autobús, empresa La Brasilia. En el camino se bajaron y se lo entregó a un soldado profesional de apellido Palomino. Él lo montó en una moto”.

En el bar Los Paisas

Carretero está preso y es el “testigo estrella” del juicio de los 13 de Soacha. No sólo confesó que se llevó al “mono de ojos azules” (Fair), sino “reclutó” a 12 más entre enero y marzo de ese año. Ha dado suficientes detalles para comprobar que por la “baja” de este “positivo” y otros 15, seis elementos del Ejército fueron premiados con millón y medio de pesos colombianos (poco más de 10 mil pesos), 20 días de descanso y una carta de felicitación. Lo malo es que la misiva tenía una fecha anterior a la del supuesto combate. Y que todo ocurrió bajo la responsabilidad del entonces ministro de Defensa Juan Manuel Santos, puntero sin competencia para las elecciones presidenciales del domingo 20 de junio.

Cuenta doña Carmenza Gómez, cocinera en un restaurante, que el 23 de agosto de 2008 fue el último día que vio a su hijo Víctor Fernando, de 23 años. No supo más de él hasta que encontraron su cuerpo en la congeladora de una morgue de Medicina Legal en Ocaña. Estaba reportado como “NN 134”. Su hijo mayor, John Smith, prometió no descansar hasta saber quién había cometido tal atrocidad con su hermano. Frecuentando las cantinas y prostíbulos llegó a pisarle los talones a los reclutadores que se habían llevado a Víctor. Pero en diciembre, mientras jugaba a a las maquinitas en un local del centro, un desconocido entró y le disparó tres veces en la cabeza. Su madre ya no denunció el crimen, porque no quiere que le maten a sus demás hijos.

Se sabe que la cantina Los Paisas era uno de los puntos de reclutamiento. Ahí también se perdió la pista de Julián Oviedo, de 19 años. Relata su mamá, doña Blanca, que llevaba meses buscando trabajo y no encontraba. Una tarde de marzo de 2008 le dijo: “Voy a ver a un man que me ofrece trabajo. Déjeme la comida que tengo mucha hambre; no tardo”. La cena se enfrió. Después se supo que el tres de marzo, a la hora de la cena, fue asesinado por soldados en un retén de la ciudad de Ocaña. “Creo que no le dio tiempo ni de tomarse una gaseosa.”

Cuando fue exhumado, ocho meses después, llevaba la misma ropa que vestía cuando salió de su casa, pero según la ficha militar tenía dos granadas en el bolsillo del pantalón. Eso valió para que en una de las audiencias en que eran juzgados los 17 militares detenidos por las ejecuciones extrajudiciales de Soacha (ya todos fueron liberados), uno de los abogados espetara a Blanca: “¿Pues qué no sabía que su hijo era guerrillero del ELN y fue a Santander a sembrar minas?” Una segunda necropsia determinó que antes de fallecer fue torturado. Tenía los brazos rotos.

“Me quedé sin palabras en ese momento. Cómo me hubiera gustado contestarle que si el ejército quiere ir a dar bala a los verdaderos guerrilleros lo haga en el monte, donde están. Pero no van porque les da miedo. Esta vez se equivocaron. Hicieron su tropelía demasiado cerca de la capital. Y en Bogotá todo se sabe.”
Blanche Petrich, La Jornada, 16 de junio.

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