Estados Unidos tolera la migración sólo cuando le conviene, señalan jornaleros

Phoenix y San Diego. Sin las herramientas de los analistas de Washington, el jornalero morelense Miguel Reséndiz llega a conclusiones similares: “Si realmente quisieran detener el narcotráfico y la inmigración lo harían, pero no les conviene. A ver, ¿por qué dejan pasar más cuando vienen las cosechas?”

El morelense no se explica de otra manera cómo pudo pasar él, en un grupo de 80 indocumentados, guiado por un pollero. “Caminamos durante una semana, siempre de noche, y pasamos al lado de una base militar sin que nadie nos dijera nada”.

Con otros 15 jornaleros, Reséndiz aguarda chamba en la línea imaginaria que separa las tiendas Home Depot y Walmart. Los trabajadores tienen prohibido permanecer en el estacionamiento de la primera, y para que hagan caso hay un guardia permanente, a bordo de una camioneta. Cuando un contratista se acerca en su vehículo, el guardia le ordena, a gritos y señas, que se pare en el estacionamiento de la otra tienda.

La charla se interrumpe porque llega un cliente, un americano, a bordo de un Mercedes Benz de 10 años atrás. El hombre baja la ventanilla e indica con los dedos que quiere tres trabajadores. Siete de ellos se abalanzan sobre el auto, pero el hombre rápidamente señala: “Tú, tú y tú”. Los contratados se suben muy ufanos y los demás se encogen de hombros. “Ni modo, él escogió”.

Dos horas después, el mismo carro los trae de vuelta. “Fueron 30 dólares por cambiar los muebles de un departamento a otro”, explica uno de los que fueron.

“Los jornaleros son la parte más frágil de la migración”, dice Carlos García, dirigente del Movimiento Puente, quien pide no olvidar que aunque la juez federal congeló algunas de las partes más polémicas de la ley Arizona, sí entró en vigor y algunas de sus disposiciones pegan directamente a quienes piden chamba en las calles.

García, uno de los principales dirigentes de los indocumentados de Arizona, que en los últimos meses han creado 10 comités de Defensa del Barrio, donde los vecinos se reúnen para aprender de la “acción directa” y cómo “vigilar a la policía”, y hasta para recibir clases de inglés.

El activista sostiene que al penalizar a quienes transporten u hospeden a indocumentados la ley afecta a miles de familias donde hay miembros con y sin papeles, además de organizaciones comunitarias e iglesias que les dan albergue. “El sheriff Arpaio puede entrar ahí, aunque también hay que decir que la legislación tiene muchas ‘zonas grises’. Al parecer la diseñaron así, lo más confusa que pudieron, para que sus amigos, como Arpaio, la interpreten como quieran”.

“Tenga o no tenga dólares, yo me regreso”
Reséndiz dejó a su familia en Tlaquiltenango, Morelos, con el compromiso de regresar dentro de dos años y medio, cuando su hijo menor termine la universidad. Es de los pocos que no pretenden –jura– quedarse en Estados Unidos, aunque vive con familiares que no tienen intenciones de regresar. “Cuando se cumpla mi plazo, tenga o no tenga dólares, yo me regreso”.

Gracias a que comparte casa y gastos puede enviar dólares, pese a que, desde que la gobernadora firmó la ley, ya sólo suele tener trabajo tres días a la semana. Eso sí, cuando agarra chamba se lleva 100 dólares por día. “En un trabajo fijo te pagan el mínimo, o apenas unos ocho la hora, en cambio aquí tienen que ser 12”.

Como otras familias en Phoenix, los Reséndiz esperaron la decisión de la juez Susan Bolton antes de marcharse a California, donde ya estaban apalabrados con otros familiares.

El morelense no se queja de su vida aquí, aunque hace mucho que no va a un restaurante. “Eso está prohibido, pero comemos bien. Con 120 dólares a la semana la hacemos para toda la familia”. Eso sí –señala–, hay cosas de la tierra que se extrañan. “Aquí te compras una pieza de fruta nomás para quitarte el antojo, porque es carísima”.

Escucha a su lado Héctor, uno de los afortunados que fueron a la mudanza. Es hondureño y tardó un mes en atravesar México. Lleva aquí apenas cuatro años, pero ya está casado con una acapulqueña. “A los dos meses de mi llegada nos juntamos”, presume. Le gusta su mujer, entre otras cosas, porque ya aprendió a cocinar baleadas, esa suerte de quesadillas hondureñas. Y porque le ayuda en el trance con herramientas de las que Héctor no dispone:

“Ella estudió aquí, habla inglés, y parte de su familia ya tiene papeles”.

La entrada en vigor de la ley SB 1070, con todo y las partes congeladas por la juez federal, se ceba en los jornaleros, la parte más delgada del hilo de la migración. Una sección de la norma, que sí entró en vigencia, castiga a quienes levanten trabajadores en la vía pública o entorpezcan el tráfico para tal fin.

Pero aun así hay gente que los necesita y los contrata. Sólo hay que pensar cuánto le habría cobrado una compañía de mudanzas al hombre del Mercedes Benz.

“Vivo ahí, con las ratas y los conejos”
José Legaria, natural de Tlacotepec, Oaxaca, tiene la fortuna de contar con documentos. Vino desde 1982 y “se arregló” en 1986, en la era de Reagan. ¿Fortuna? Pasa siete meses de cada año aquí, en Oceanside, muy cerca de San Diego. Esta temporada trabaja en un rancho donde cultiva flores. Y vive bajo un árbol. “Ahí con las ratas y los conejos”, dice.

No hay ninguna ley –y si la hay, nadie la cumple– que obligue a los dueños de los ranchos, los patrones, a proveer vivienda a los jornaleros. Así que ellos se acomodan donde pueden.

A pesar de la dureza de su vida, Legaria recuerda con nostalgia los años de su llegada. “Ahora nos tratan como narcotraficantes, con ese muro que es como el de Berlín, vamos para atrás en vez de comprendernos como países vecinos”.

Ni la policía ni las buenas conciencias de la zona (una de las más conservadoras de California) ven las “viviendas” mientras hay trabajo. De cuando en cuando realizan “limpieza” y destruyen sus improvisadas chozas.

Un grupo de americanos –como los jornaleros les llaman– llega todos los domingos a ofrecerles una cena tempranera. Pasta, ensalada, refrescos y coctel de frutas. Cada uno de los trabajadores se lleva, además, una bolsa con papel higiénico, jabón y otros artículos de limpieza. El resto de la semana, las camionetas de los loncheros llegan hasta los ranchos a ofrecer alimentos.

Tras destapar el recipiente de la pasta que trajo, Laura Jones dice: “Yo los entiendo, porque mis abuelos fueron inmigrantes, llegaron de Irlanda en 1926”.

“Fui maestra durante 35 años, trabajé con muchos inmigrantes y me di cuenta de que son gente muy bonita, que aporta mucho a nuestro país”, completa Joan Horne. Ambas se conocen de una iglesia, pues son cuáqueras.

No nos discriminan, porque ni salimos
La traducción corre a cargo de José González, natural de la Mixteca y coordinador estatal en California del Frente Indígena de Organizaciones Binacionales (FIOB). González lleva 19 años “ya establecido” en Estados Unidos; trabaja como supervisor en una cadena de farmacias y rechaza ser “un organizador”. “Yo sólo soy un informador”, dice con modestia.

Los jornaleros de los árboles rara vez salen del perímetro de los ranchos donde trabajan. Todo les queda lejos. “Por eso no podemos decir que nos discriminan –se ríe bajito Legaria–; como casi ni salimos”.

González agarra el hilo: “Cuando estás como ellos quieres llamar la atención lo menos posible. Así es aquí, donde parecen decirnos: ‘está bien que limpies, pero entra por la puerta de atrás’”.

Desde el lugar donde comen los jornaleros, junto a campos sembrados de rosas, se ve el freeway que lleva a México. Está lleno de letreros que informan de las empresas que han “adoptado” tramos de la carretera. La que se ve desde aquí fue adoptada por un grupo que se dedica a vigilar la frontera para reportar a la Patrulla Fronteriza a hombres como Legaria y sus compañeros. Así dice el letrero: este tramo es de los minuteman.
Arturo Cano, La Jornada, 21 de agosto.

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