El rostro de la migración centroamericana

Tenía 25 años cuando decidió realizar el viaje. Nancy Pineda Lacan no iba sola. El recorrido lo comenzó con su padre Efraín, su hermano Richard y su prima Mayra. Su sueño era llegar a Estados Unidos, pero la travesía de al menos tres de ellos se canceló en el rancho de San Fernando, en Tamaulipas. Ahí los mataron.

Efraín, Richard y Mayra forman parte del grupo de 72 migrantes —58 hombres y 14 mujeres— que fueron secuestrados y asesinados. El 24 de agosto del 2010 encontraron sus cuerpos en un rancho de Tamaulipas. Dos meses después, los cadáveres de estos tres guatemaltecos fueron repatriados a su país. Nancy todavía no regresa a la aldea de Sipacate, en la región de Escuintla, Guatemala. Sus hijos, de 7 y 6 años, aún la esperan.

La familia cree que a ella también la mataron en Tamaulipas.

A casi seis meses de la masacre de San Fernando, 16 de los 72 migrantes no han sido identificados. Esos 16 cuerpos esperan que les devuelvan su nombre en el Servicio Médico Forense (Semefo) del Distrito Federal. Cuatro son de mujeres.

“Nos han dicho que todavía no la pueden identificar. Nos han dicho que todavía tienen dudas… Nos dijeron que la próxima semana llaman para decirnos si uno de esos cuerpos es el de ella”, explica, desde Guatemala, Aura Cifuentes, hermana de Mayra, la prima con la que viajaba Nancy.

Aumenta la explotación

El hallazgo de los cuerpos de los 72 migrantes destapó una realidad brutal: decenas de miles de centroamericanos cruzan cada año por México con el sueño de encontrar una vida mejor en Estados Unidos. Muchos mueren. Otros son mutilados al caer de “la bestia”, como le llaman al tren del que se aferran para llegar al norte. Muchos más son secuestrados, golpeados, torturados o enganchados por el crimen organizado, que se ha convertido en un obstáculo más en su travesía. Las mujeres son violadas o vendidas a prostíbulos. Cientos, simplemente, están “desaparecidos”.

La historia de cada uno de los 72 migrantes podría ser la historia de muchos de los centroamericanos que, buscando el “sueño americano”, encuentran la “pesadilla mexicana”.

La pobreza, los conflictos armados, la expansión de las pandillas y los desastres naturales son el resorte que los avienta hacia el norte.

No hay cifras oficiales de cuántas personas realizan la ruta que tiene como meta Estados Unidos. El VI Informe Sobre la Situación de los Derechos Humanos de las Personas Migrantes en Tránsito por México —presentado en 2010 por Belem Posada Migrante, Humanidad Sin Fronteras y Frontera con Justicia— señala que cada año más de 140 mil personas centroamericanas cruzan por México con la intención de llegar a Estados Unidos.

Tan sólo en enero del 2010, el Instituto Nacional de Migración “aseguró” a mil 184 extranjeros que ingresaron a México sin documentos. De ellos, 523 fueron hondureños, 457 guatemaltecos y 162 salvadoreños.

Así como se incrementó el flujo migratorio que pasa por México —dice Nancy Pérez, directora de la organización Sin Fronteras—, aumentó el número de grupos que secuestran, explotan y viven de los migrantes.

“No le alcanzaba el sueldo”

El trabajo de identificación de los migrantes asesinados en Tamaulipas ha sido lento, problemático. Los cadáveres fueron encontrados entre 48 y 72 horas después de que ocurrió la masacre. Además, en el municipio de San Fernando no hay instalaciones adecuadas para conservar tantos cuerpos. En Tamaulipas se entregaron a los consulados algunos cadáveres; al Semefo del DF sólo llegaron 56.

“Hasta que los cuerpos llegaron a la ciudad de México recibieron el tratamiento adecuado —dice el vicecanciller de Honduras, Alden Rivera—. Fue en ese momento cuando los países comenzaron a mandar a sus especialistas para realizar la identificación”.

El reconocimiento de los cuerpos comenzó a ser aún más lento después de las primeras repatriaciones, a principios de septiembre del 2010.

En todos los países se les pidió a los familiares que no abrieran el féretro, que confiaran en que se trataba de su pariente. No todos hicieron caso. En Honduras dos familias recibieron un cuerpo que no era el de su migrante. Uno de ellos era un brasileño.

A las familias que se acercaron a las cancillerías porque sospecharon que su migrante iba en el grupo de los 72, se les pidió papeles, fotografías, muestras de sangre, cualquier cosa que ayudara a despejar la duda.

Durante estos meses, esas familias han vivido con la esperanza puesta en el teléfono. Esperan levantar el auricular y escuchar a su migrante, diciéndoles que está en Estados Unidos.

Esa llamada era la que esperaba Amarilis Portillo. Ella escuchó la noticia que no quería: su hermano Luis Alberto Portillo Cameros, de 26 años, era uno de los 72. Fue identificado en diciembre pasado y con él aumentó a 12 el número de guatemaltecos repatriados. Las autoridades de la cancillería de ese país creen que aún faltan por identificar cuatro de sus ciudadanos. Uno de ellos podría ser Nancy.

El cuerpo de Luis llegó a Guatemala el 23 de diciembre del 2010, 121 días después de que el rancho de San Fernando se conoció en el mundo.

Luis era soldador. Trabajaba en una finca de bananos, “pero no le alcanzaba el sueldo. Tenía dificultades para mantener a su esposa y a su hijo. Por eso decidió irse”, cuenta Amarilis.

En Guatemala, los desastres naturales que se vivieron en 2010 tuvieron “un impacto adicional sobre la pobreza a causa de la pérdida en patrimonio y medios de vida de la población”, señala la Comisión Económica para América Latina (CEPAL).

La falta de dinero afecta, sobre todo, el área rural de Guatemala. En esas zonas, según datos de la ONU, casi tres cuartas partes de la población viven en pobreza, mientras que una cuarta parte sufre la pobreza extrema.

Luis vivía en la zona rural de Guatemala, en la aldea de Sipacate. De ahí también eran Nancy, Richard, Mayra y Efraín. En total eran ocho los que salieron de esa comunidad en busca del “sueño americano”.

“Nosotros miramos por la televisión la noticia de la masacre. No nos imaginábamos que entre esos cuerpos que veíamos estaba el de mi hermano. Cuando ya no supimos nada de él, cuando ya no nos habló por teléfono, decidimos ir a Relaciones Exteriores. Fuimos a preguntar varias familias”, cuenta la hermana de Luis.

En el teléfono, la voz de Amarilis Portillo suena quedito. Tiene 24 años, pero habla como una mujer mayor, como una mujer cansada. Ella fue la encargada de llevar a la ciudad de Guatemala fotografías y papeles que tuvieran la huella digital de Luis.

“Tardaron mucho en traer el cuerpo de mi hermano. Ya habían llegado los cuerpos de algunos con los que se fue, pero a él no lo traían. Yo tenía la esperanza de que Luis estuviera vivo. Pero cuando llamaron y nos dieron la noticia, nos dijeron que había tardado en llegar porque no estaban cien por ciento seguros de que fuera él. Cuando estuvieron seguros, lo trajeron”.

No emigración, sí empleos justos

Uno de los países que más expulsa a su gente es Honduras. En el 2000 salían cerca de 25 mil hondureños. En el 2010 migraron cerca de 75 mil, reconoce el vicecanciller Alden Rivera.

En 1998 el Huracán Mith —considerado el peor del siglo XX en Centroamérica— dejó aún más pobres a países como Honduras, Nicaragua, El Salvador y Guatemala.

Rosa Nelly Santos vive en El Progreso, Honduras, y es coordinadora del primer comité de familiares migrantes que se formó en Centroamérica en 1999. Esta activista recuerda que después de Mitch cerraron muchas fábricas; “mucha gente se quedó sin trabajo y comenzó a irse. Antes sí se iban, pero después de Mitch fue más evidente”, dice.

Rosa Nelly cuenta que el comité de familiares migrantes nació “para buscar a esos hijos y parientes. Comenzamos con 12 casos y hemos llegado a documentar entre 600 y 700. Ahora tenemos 350 desaparecidos”.

En sus once años de existencia, el Comité de Familiares Migrantes del Progreso ha encontrado a varios migrantes presos, a 28 mutilados por el tren, a otros muertos; a varios que estuvieron secuestrados, “que pagaron el rescate y siguieron pa’delante. También encontramos a mujeres que fueron vendidas a prostíbulos en Guatemala y México. Hace poco logramos rescatar a dos niñas, de 13 y 16 años que habían sido vendidas y les habían cambiado el nombre”.

Rosa Nelly se convirtió en activista porque busca a su sobrino, quien se fue de Honduras hace ocho años. No lo ha encontrado.

Quien sí halló a su hijo fue la hondureña Juana Benítez.

El 7 de agosto del 2010, Julián Sánchez Benítez, de 17 años, tomó su mochila y se fue con su primo Yovanny Benítez, de 22, hacia el norte. A su madre sólo le dijo “Ai nos vidrios”.

Los dos primos también estaban entre los 72 migrantes asesinados en el rancho de Tamaulipas.

Ellos se fueron de Honduras por el mismo motivo que tienen muchos de su edad: conseguir un trabajo que les permitiera vivir sin apuros económicos. Porque en San Pedro Sula, tener trabajo no es garantía de progreso.

Además, ambos crecieron mirando cómo sus primos, vecinos y amigos se iban al norte. Así que irse de su país se convirtió en una obsesión.

Juana Benítez se enteró que su hijo y su sobrino habían sido asesinados en Tamaulipas cuando oía la radio. “En las noticias dieron el nombre de mi hijo. No lo creía, pero después otras personas me avisaron”, recuerda.

El 2 de septiembre del año pasado Juana enterró a Julián, su hijo. El cuerpo del primo, Yovanni, llegó varias semanas después. En el funeral de Julián, sus amigos llevaron cartulinas con frases como esta: “Los compañeros no queremos emigración, queremos empleos justos”.

Cada mes, el gobierno de Honduras realiza, en promedio, 20 repatriaciones de cuerpos de migrantes que fallecieron en su trayecto por México o en Estados Unidos.

El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo señala que 85% de los habitantes de la zona rural de Honduras viven en la pobreza. A principios del 2010, ese mismo organismo alertó sobre la situación de emergencia que se experimentaba en 45 municipios del país, donde 21 mil hondureños viven afectados por la sequía.

Además, señaló que los ingresos de los hogares sólo cubren 60% del valor de la canasta básica y 86% de las personas dicen tener problemas para cubrir sus necesidades alimenticias.

“Nuestra gente... mercancía humana”

En Centroamérica hay cientos de familias que viven esperando una llamada telefónica. En Honduras siguen 800 casos de “desaparecidos”. En El Salvador han documentado 304 casos de 2006 a 2010.

El Comité de Familiares de Migrantes Fallecidos o Desaparecidos de El Salvador (Cofamide) ha logrado encontrar a 49 migrantes; 45 de ellos estaban vivos, pero muchos de ellos mutilados por el tren o enfermos. A cuatro los halló muertos.

“Lo más difícil es no poder dar respuesta a las familias cuando vienen y preguntan: ‘¿ya saben algo?’, ‘¿tienen alguna información?’ A veces, una sola pista es suficiente para nosotros, pero muchas veces, ni siquiera eso tenemos”, lamenta Antonio Azúcar, encargado del departamento de búsqueda de desaparecidos de Cofamide.

Pocos días después de la matanza de los 72 migrantes en San Fernando, Tamaulipas, la Cofamide, la Procuraduría de Derechos Humanos de El Salvador y el Equipo Argentino de Antropología Forense firmaron un convenio para tomar muestras de ADN a 187 familias que buscan a sus parientes. Con esos registros están conformando lo que será el primer Banco Genético de Migrantes.

“La idea es que este banco permita ayudar a identificar a migrantes que han muerto en Estados Unidos y México”, explica Lucía de Acevedo, coordinadora y fundadora de Cofamide.

Lucy —como le llaman— comenzó a trabajar en la búsqueda y defensa de los derechos de migrantes después de enterarse que su hermano menor, José Salomón, había sido asesinado en Tapachula, Chiapas, en su camino hacia Estados Unidos. Eso fue el 1 de julio del 2000.

La coordinadora de Cofamide investigó el caso. Ella descubrió que la autopsia de su hermano revelaba que había sido torturado y asesinado con una arma de grueso calibre. Cuando trató de repatriar el cadáver de José, éste ya estaba en la fosa común. “Nos cobraban como 4 mil dólares para traerlo y nosotros no teníamos dinero; si por eso se fue José, para ayudar a la familia”, recuerda.

Como ella, son muchas las familias de centroamericanos que al enterarse que su migrante murió en México o Estados Unidos, no tienen recursos económicos para repatriar el cadáver. Y no es poco el dinero que se requiere. Hay quienes tienen que pagar entre 4 mil y 3 mil dólares para tener de regreso el cuerpo de su migrante.

En el caso de los 72 centroamericanos y sudamericanos asesinados en Tamaulipas, los gobiernos de cada uno de los países se han hecho cargo de los gastos de repatriación de los cuerpos de los indocumentados.

“Los migrantes se han convertido en un negocio redondo para muchos: para los coyotes, para los delincuentes que los secuestran en México, para los policías que los extorsionan, para los bancos que manejan las remesas, para todo el mundo”, dice Ian Quiroz, de la Red de Comités de Migrantes y Familiares de Honduras (Comifah).

Los migrantes que lograron completar la ruta Centroamérica-México-Estados Unidos se han convertido en parte fundamental para el desarrollo de sus países, a través de las remesas que envían a sus familias.

Los salvadoreños que viven fuera de su país enviaron 3 mil 804 millones de dólares en 2008. En el mismo año, entraron a Guatemala 4 mil 452 millones de dólares por remesas. Y Honduras recibió 2 mil 824 millones de dólares de sus migrantes en 2008, de acuerdo con datos de la Organización Internacional para las Migraciones.

“Las remesas —continúa el activista hondureño Ian Quiroz— están sosteniendo a nuestros países, pero los gobiernos no se detienen a mirar lo que hay detrás de esas remesas: todos los riesgos que existen en la ruta migratoria, la desintegración familiar que provoca la migración, la violación a los derechos humanos de los migrantes y de sus derechos laborales cuando llegan a Estados Unidos”.

Rosa Nelly Santos, del Comité de Familiares de Migrantes de El Progreso, Honduras (Cofamipro), dice: “Aquí se llenan la boca diciendo que las remesas son las que sostienen la economía en el país, pero ni siquiera mencionan a quienes mandan las remesas... Nuestra gente se ha convertido en una mercancía humana. Eso nos duele mucho”.

Las desapariciones, sólo en México

De los 72 migrantes asesinados en Tamaulipas, 13 ya fueron identificados como salvadoreños. Cofamide ya comenzó a otorgar ayuda psicológica a sus parientes.

Entre esas familias están la de Manuel Antonio Flores y la de Victoria Castro. Él perdió a su hijo de 20 años. Ella se quedó sin su nieta de 15.

Cuando Yeimi Castro tenía cinco años, Marilú, su mamá, migró a Estados Unidos. Fue de las afortunadas que logró llegar y establecerse en Nueva York. Yeimi, junto con sus dos hermanos, creció bajo el cuidado de la abuela. En varias comunidades de El Salvador es común que los niños vean a sus padres irse al norte y se queden bajo el cuidado de los abuelos.

Yeimi quería ser doctora. Era una buena estudiante, cuenta su abuela. Como muchas adolescentes de 15 años, Yeimi se enamoró. El hondureño que le dilataba las pupilas se la quería llevar de El Salvador.

La mamá de Yeimi decidió pagar a un coyote para que la llevara a Nueva York y así alejarla del novio.

“Se fue el 10 de agosto. Dejó la escuela. Ella no quería irse, pero su madre insistió. La última vez que supe de ella fue el 11 de agosto. Me habló y me dijo que estaba en Guatemala, que ya iban a entrar a México, que iba con un niño de 16 años y con una embarazada”, cuenta Victoria, la abuela que crió a Yeimi y que miró por la televisión el cuerpo de su nieta tirado en medio de otros cuerpos inertes. Lo reconoció porque llevaba la misma ropa con la que salió de El Salvador.

El 24 de septiembre del 2010, un mes después de que encontraron su cuerpo, Yeimi llegó en un ataúd a El Salvador. Ese día, también llegó el cadáver de Wilmer Antonio Velásquez, “el niño de 16 años”.

Los conflictos armados que se vivieron en la región durante las décadas de los 70 y 80 obligaron a muchos a salir de sus países, sobre todo en naciones como El Salvador.

En abril pasado, durante el Seminario Migración y Políticas Sociales en América Central y México, Guillermo Acuña, investigador de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), explicó que en El Salvador la migración comenzó con mayor empuje desde los 80, por el conflicto armado; en los 90 la principal causa fue la desigualdad económica, mientras que, a partir del 2000, los salvadoreños migran luego de los desastres ambientales y por la violencia que ejercen las pandillas.

Datos de la Policía Nacional señalan que existen unos 20 mil miembros de pandillas en El Salvador.

“La gente se va por necesidad, para sacar a la familia de la pobreza, para huir de las pandillas. Nuestro país los expulsa porque en su tierra no tienen un trabajo que les permita vivir con dignidad”, dice la salvadoreña Lucy de Acevedo, de Cofamide.

En este país no hay cifras precisas sobre cuánta gente está migrando. Pero los miembros de Cofamide calculan que, por el número de salvadoreños deportados, “todos los días entre 300 y 600 personas de nuestro país migran hacia Estados Unidos”.

La activista Lucy de Acevedo, de Cofamide, tiene varios reclamos. Uno es para el gobierno de El Salvador: “Si no responden a las necesidades de sus ciudadanos, si no ofrecen ninguna garantía para que la gente viva dignamente en su país que, por lo menos, responda cuando mueren o desaparecen en el camino”.

La salvadoreña también tiene un reclamo para el gobierno mexicano: “Que le den respuesta a tantísima gente que tiene un migrante desaparecido, porque las desapariciones sólo se están dando en México”.

Cofamide no sólo busca a migrantes desaparecidos. También visita comunidades para hablar con la gente sobre los riesgos que hay al migrar hacia el norte. “Los jóvenes de 14, 15 años dicen que exageramos. Dicen que sus familiares que están en Estados Unidos les mandan fotos con un carro o una casa muy bonita. Que ellos quieren vivir así. Estos jóvenes se enfrentan a una situación económica muy difícil. Contra eso no es fácil luchar. Ellos piensan que irse del país es su salvación”, cuenta Antonio Azúcar.

Quizá eso fue lo que pensó Josué Gilberto Flores. Quizá pensó que su salvación sería irse a Los Ángeles o a Nueva York, donde viven sus tíos. El 10 de agosto del 2010 salió de su casa en San Antonio La Loma, El Salvador. Tenía 20 años. Dejó a sus hermanos de 21 y 18; a su madre y a las herramientas con las que ayudaba a Manuel, su padre, a sembrar frijol y maicillo. Dejó el diccionario, los libros y los videos para aprender inglés con los que se entretenía por las tardes.

“Nosotros, por las noticias, sabíamos de todo lo que sufren los migrantes que van para allá. Sabíamos de los maltratos que hay en ese camino. No lo pudimos detener. Yo le decía que no, que no fuera, pero ya ve cómo son los pensamientos de los jóvenes. Él quería irse, porque aquí hay mucha pobreza”, cuenta el papá de Josué.

El 15 de agosto fue la última vez que Manuel Antonio Flores habló por teléfono con su hijo. “Me dijo que estaba en México, que iba a seguir adelante”. Diez días después, Manuel miró por la televisión los cuerpos de los migrantes asesinados en Tamaulipas.

“Se me hizo muy sospechoso, pensé mal, porque el pollero me dijo que esa ruta, la de Tamaulipas, era la que iban a agarrar. Mi esposa decía que no, pero yo mandé los datos de mi hijo, una foto y su partida (acta) de nacimiento, a cancillería”, recuerda.

El domingo 5 de septiembre del 2010, el cuerpo del salvadoreño Josué llegó a su país.

El salvadoreño Antonio Azúcar, encargado del departamento de búsqueda de migrantes desaparecidos de la Cofamide, dice: “No es la primera vez que nosotros tenemos noticias de masacres como la de Tamaulipas. La diferencia es que como fueron 72 migrantes, no fue fácil minimizarlo, ocultarlo. Pero tenemos muchos casos en donde han fallecido migrantes víctimas de la delincuencia y ni siquiera hemos encontrado sus restos”.

El caso de los 72 migrantes “vino a abrir los ojos. Fue como si estallara una olla de presión”, dice la cónsul de Ecuador en México, Verónica Peña. “Hay tantos migrantes, tantos que han desaparecido, tantos de los cuales su familia no ha tenido noticias”.

El ciudadano ecuatoriano que sobrevivió a la masacre de San Fernando, Tamaulipas, informó que en el grupo viajaban seis ecuatorianos. El gobierno de ese país sólo ha logrado identificar a tres; así que todavía buscan a dos de sus ciudadanos: un hombre y una mujer.

Piden ayuda para los huérfanos

Ninguna de las familias de los migrantes que fueron asesinados en el rancho de San Fernando, Tamaulipas, ha recibido alguna llamada o una carta del gobierno mexicano.

Manuel Antonio Flores, padre de Josué, el salvadoreño de 20 años que forma parte de los 72, dice: “No nos han dicho nada para saber qué pasó. Lo que sabemos es por las noticias. Nosotros seguimos sin saber qué sucedió. Estamos esperando a que se haga justicia para todas las personas que murieron ahí”.

Amarilis Portillo, la hermana de Luis, el guatemalteco que salió de la aldea de Sipacate, junto con Efraín, Richard, Mayra y Nancy, dice antes de colgar el teléfono:

“Oiga, ¿puedo pedirle algo? Puede poner en el periódico lo que le pedimos al gobierno de México: si en su país ya le quitaron la vida a nuestra gente, que por lo menos brinde una ayuda a los hijos que dejaron los migrantes, porque todos dejaron hijos”.

Sólo en la aldea de Sipacate, en Guatemala, la masacre de los 72 migrantes dejó a, por lo menos, seis niños huérfanos. Dos de esos niños todavía esperan tener noticias de su mamá, Nancy Pineda Lacan.
Thelma Gómez Durán, El Universal, 8 de febrero.

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