Espía el crimen organizado a migrantes para extorsionarlos

Los migrantes centroamericanos saben de los riesgos que corren al cruzar por México: pueden ser víctimas de extorsión, secuestros, tortura, obligados a sumarse a las filas del narcotráfico y hasta ser asesinados, sin embargo eso no los detiene en su intento por llegar a Estados Unidos.

Dicen que “la necesidad es superior al miedo” y que si deben cruzar cinco o más fronteras lo harán las veces que sean necesarias, porque antes que morir de hambre en sus países de origen, prefieren perder la vida luchando por cambiar su futuro y el de sus familias.

“Sí, me da algo de miedo, pero a un pobre miserable como yo, ¿qué me pueden robar?, sólo la vida, no tengo nada más”, señala cabizbajo, cansado, pero no derrotado, Gerónimo de Miguel Florentino, de 47 años, quien ha emigrado en tres ocasiones e igual número de veces ha sido deportado, pero lo vuelve a intentar. La última vez –el año pasado– llevaba sólo dos días en su trabajo. Había entrado por Arizona, pero “Migración me agarró y me deportaron”.

Carlos Antonio Luque, un hondureño de 36 años, reconoce que siente temor por la violencia en México, pero aduce que en su país tampoco hay seguridad, así que “¿por qué no correr el riesgo de salir? He escuchado historias de lo que nos puede pasar, pero la necesidad obliga, es mayor la necesidad que el miedo. En Honduras no hay protección, no hay trabajo, los alimentos son caros; no quiero que mi familia esté comiendo salteado”.

La Casa del Migrante San Juan Diego, ubicada en Lechería, a orillas de las vías del tren –el medio de transporte que utiliza la casi totalidad de los migrantes centroamericanos en su itinerario hacia el norte–, es uno de los “oasis” en su travesía hacia el “sueño americano”. Allí, como en los otros 53 refugios existentes en el país y cuya manutención está a cargo de diversas diócesis, arquidiócesis, parroquias, congregaciones religiosas y laicos comprometidos, y coordinados por la Dimensión Pastoral de la Movilidad Humana (DPMH), a los migrantes se les ofrecen alimentos, agua, cama, a veces ropa, y se les permite asearse y descansar por 48 horas para que recobren fuerzas para proseguir su camino. Si el caso lo amerita se les da mayor margen de estancia.

Los riesgos
En una visita realizada por este diario a ese albergue, la encargada, Guadalupe Calzada, narró que desde hace tres años está dedicada a los migrantes y su única retribución es la satisfacción de saber que está ayudando a quienes verdaderamente lo necesitan.

Ella sabe lo que es dejar el país de origen para buscar mejores condiciones de vida: hace años también emigró a Estados Unidos, pero lo hizo conectándose con un pollero. Sólo los que no tienen otra posibilidad suben al tren, a La bestia, porque los riesgos de abusos, de sufrir caídas, amputaciones y hasta perder la vida son “enormes”.

Calzada narró que con el repunte de la violencia las experiencias que sufren los migrantes son de no creerse; a ella misma le ha tocado curarlos de sus heridas físicas e intentar consolarlos de las sicológicas.

Pero aún en estos remansos, los migrantes deben tener cuidado, porque el crimen organizado incluso envía espías –los halcones u orejas– para saber más de sus posibles víctimas. Estos sujetos intentan confundirse entre los migrantes para conocer sus movimientos y su disposición de recursos. No existe una conexión entre los albergues que permita boletinar a estas personas, pero muchos los detectan. “Un verdadero migrante llega cansado, con sed, sólo quiere dormir, no platicar con los demás”, indicó.

Son muchas menos las mujeres que se atreven a emigrar. Durante la visita al albergue sólo había tres, una de ellas embarazada.

María Isabel Hernández, de 20 años y procedente de Honduras, señaló que es la primera vez que migra. “Las mujeres nos decidimos a tomar estos caminos por nuestros hijos, por salir adelante... es duro tomar esta decisión, pero tengo dos hijos, dos niñas, una de cinco años y otra de dos años y medio... antes tenía marido, pero me maltrataba mucho.”

Marisa, quien es delgada y bien parecida, cuenta que en su caso ser mujer la ha ayudado en el camino porque ha recibido apoyo tanto de otros migrantes como de autoridades e incluso de delincuentes que asaltaron a un grupo de migrantes.

“Hace como 15 días a las tres de la mañana nos encontramos con tres hombres que dijeron que eran zetas. Les robaron a algunos, los amenazaron con pistolas e hicieron disparos; decían que buscaban a un coyote que andaba con dos morras, que ya había pasado adelante, pero les dijimos que se habían quedado atrás. A mí me dijeron que no me preocupara, que no me iban a hacer nada y hasta me dieron dinero.”

Para Francisco Javier Poveda, de 28 años, su segunda experiencia migratoria fue menos grata, pues lo asaltaron. “Salí de Nicaragua hace un mes y tres días. Poco antes de llegar a Lechería me asaltaron unos hombres uniformados de azul. Ni la ropa que traigo puesta es mía, un camarada me la dio. Me quitaron todo, ropa y dinero, ahora voy a tener que ir charoleando, pidiendo.”

Esa misma mañana, Francisco había llegado al albergue; se le veía triste, su rostro estaba quemado por el sol y los labios resecos por la falta de agua.“Lo perdí todo, ni chamarra tengo para abrigarme... no me había pasado que me robaran... no había comido desde hacía dos días.... tengo a mi señora y mi hijo, y no sé ni cómo están. Voy a Estados Unidos a probar suerte. Dios dirá si entro o no. Yo siembro maíz y frijol en mi país, pero no alcanza”.

Wil Linares, un campesino de 41 años y originario de El Salvador, tampoco la ha pasado bien: se cayó del tren y se lastimó la pierna. “Me caí del tren, no lo agarré bien.” Él ya estuvo trabajando 10 años en Los Ángeles, pero fue deportado cuando se le venció el permiso de trabajo.

Mientras bebe agua y come, después de tres días de ayuno –él también es recién llegado al refugio– admite que hay riesgos por el crimen organizado, pero indica que “la necesidad de trabajar es más grande que todo; hay que hacerse duro y si me deportan lo voy a seguir intentando”.

La mayoría de ellos dijeron que ya no tenían dinero para continuar el viaje, pero todos coincidieron en que en México “es más la gente buena que la mala” porque, así como hay delincuentes y autoridades migratorias que comenten abusos con ellos, hay quienes los apoyan ,les dan comida, agua e incluso dinero, cuando tocan a sus puertas.

También indicaron que no entienden por qué las autoridades migratorias y policiacas mexicanas los detienen y deportan, cuando México no es su destino, es sólo el paso hacia donde su “meta”.

Antonio Medina, de Guatemala, quien ha emigrado muchas veces preguntó: “¿Qué pasaría si nuestros países fueran los que limitaran con Estados Unidos, si México fuera el que estuviera al sur?”
Carolina Gómez Mena, La Jornada, 7 de febrero.

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