Escapan migrantes de las otras guerras


Hay guerras que se nombran en voz alta, y otras que se disimulan con las máscaras de la falta de trabajo, de escuela, de agua corriente. En las dos –en ciertos momentos– se llega a pelear con armas de fuego, y en las dos se puede morir. Más rápido o más lento, pero se muere.
Algo de eso sabe Denis Peñaloza, quien ha visto los campos de batalla de Irak, pero también los de Honduras. Difícil saber cuál de los dos es más peligroso: del primero salió con algunos sustos, pero vivo; en el segundo perdió a su esposa y sus dos hijos en manos de la criminalidad.
Sentado frente al albergue temporal para migrantes instalado en el barrio Independencia, en Tultitlán, el ex sargento del ejército hondureño mata el tiempo rememorando sus días en la base militar de la ciudad iraquí de Nayaf, su secuestro a manos de Los Zetas en la zona de la Chontalpa, Tabasco; las ofertas de trabajo que le hicieron los narcos por saber manejar armas, y la forma en que rehizo su vida casi por casualidad en León, Guanajuato, donde vive ahora con su esposa y su hijo mexicanos.
Entre sorbo y sorbo de café, Denis le cuenta sus historias a un grupo de paisanos que también relatan las suyas, y donde las palabras comunes sontrabajodifícilpobreza,dinero. Son las 10 de la mañana, y a esa hora los migrantes ya terminaron de desayunar su plato de huevo, frijoles y arroz, y hacen fila para bañarse en regaderas portátiles, o para conseguir ropa limpia y seca.
Instalada desde el viernes anterior bajo un puente vehicular, esta carpa blanca de plástico sustituye al albergue San Juan Diego –cerrado hace unos días en la colonia Lechería, por presión de los vecinos–, y hace las veces de dormitorio y comedor para cerca de 200 indocumentados que llegan al día, en busca de un poco de comida, agua y descanso en su largo camino hacia el norte.
Ahí, un grupo de jóvenes voluntarios se encarga de registrar en una computadora el nombre de los recién llegados. Otros más sirven la comida y el agua, o se encargan de ordenar el acopio. En ese mismo trajín, van y vienen algunos integrantes del Grupo Beta, doctores del colectivo Médicos sin Fronteras, o representantes de la comisión local de derechos humanos.
Resolviendo las dudas de los migrantes y atendiendo su celular cada 10 minutos, el padre Christian Rojas Pocasangre, coordinador del albergue, se da el tiempo de informar que desde hace cinco días han atendido a unos 800 trabajadores internacionales sin documentos, dándole comida y espacio para descansar a los que quepan.
A pesar del clima de xenofobia que enfrentó el refugio en Tultitlán –incluido el ultimátum de los vecinos para que retiren la carpa a finales de este mes–, el campamento “ha sido unboom. No tenemos miedo, porque como Iglesia sólo nos toca dar caridad y atender al necesitado, pero a quien le toca responder después es a las autoridades”, subrayó el sacerdote.
Allá estudiar no sirve de nada
César Omar Iría Ricona lo tiene claro: su prioridad es trabajar en Houston como soldador industrial y ahorrar lo suficiente para comprar una casa y poner una pulpería (tienda de abarrotes). Pero si en el camino puede cumplir su sueño de conocer Las Vegas, tanto mejor.
Originario de la comunidad de Potrerillos, en la provincia hondureña de Cortés, a sus 23 años César está tomando el viaje como una aventura. Este antiguo marero viaja solo y se declara hijo de nadie, tras haber sido regalado por su madre cuando era un niño, pero quizá justo por eso, el motivo que lo hace caminar son sus propios hijos.
Mi meta es darles lo que yo no tuve, y que ya a cierta edad trabajen, para que sepan que el dinero cuesta.
–¿Y no quieres que estudien?
–Mire, compa, allí en Honduras el estudio ya no vale. Usted puede ser graduado por la universidad, y trabajar como barrendero, porque de todas maneras no hay chamba. Allá sólo se estudia hasta tercero de secundaria, y después cada quien a su oficio.
Gina Martínez, también de Honduras –el único país latinoamericano donde creció la pobreza en 2010 y 2011, junto con México, según Naciones Unidas–, no podría estar más de acuerdo. A sus 19 años, decidió que no valía la pena esperar tres años más para terminar su licenciatura en lenguas extranjeras, y se lanzó rumbo al norte acompañada de sus cinco primos.
El camino es bastante duro, más para una mujer, pero tomé la decisión para ayudar a mi familia a salir adelante. La situación en mi país está bien difícil, y no hay oportunidades de nada, por eso quiero ir a Nueva York con familiares que tengo allá, trabajar unos años y luego regresarme. Sí tengo miedo, pero la necesidad puede más, cuenta.
Con la misma necesidad, pero sin miedo en el rostro –pese a tener siete meses de embarazo–, Jocelyn Lara, de 16 años, camina por las vías del tren, a varias cuadras del campamento, mientras su padre, Osman (de 35), trata de pagar una torta con un billete de 200 lempiras que nadie le acepta.
Nos vinimos para que tenga al niño en Estados Unidos, en Virginia. Ella me salió así (encinta) y fue despreciada por el chavo. El camino está muy duro, pero vamos con la fe en Dios, a ver si nos da la oportunidad, dice Osman con una sonrisa cándida y desconcertante. Como si tres personas no se estuvieran jugando la vida.
El otro, el peligroso
Más allá de la Iglesia o de las instituciones de gobierno, uno de los sectores que han acudido en mayor número para paliar la crisis de los migrantes en Tultitlán y otros puntos, son los grupos de la sociedad civil.
Octavio Barrientos, estudiante de la licenciatura en derechos humanos en la Universidad del Claustro de Sor Juana, es uno de los jóvenes que se han organizado para acopiar alimentos, agua y ropa, y repartirlos entre los indocumentados del albergue temporal.
“Me queda la desolación tremenda de que México es un país salvaje con los migrantes, que ya traen una situación difícil y encima se encuentran con policías que los extorsionan, y con la gente que piensa que son delincuentes, por el cliché de lasmaras”, afirma.
“Entiendo que es un poco intimidante si los ves pasar –dice–, y no sabes quiénes son. Pero cuando los conoces te das cuenta de que tienen más miedo de ti, que tú de ellos. Es un tema al que nadie le quiere entrar, porque hay toda una economía basada en las extorsiones y los secuestros”.
Andrea González, académica universitaria e integrante del colectivo Ustedes Somos Nosotros, coincide en que la vulnerabilidad de los indocumentados ha dado lugar a un mercado local de gente que les vende agua o comida, o les alquila el baño, pero al mismo tiempo les teme o los desprecia.
Los medios han vendido una imagen estigmatizada del migrante. Esta zona siempre ha sido conflictiva, marginada y violenta, y ahora los vecinos ya le encontraron un rostro, que es el del otro, el que no es como yo, lamenta.
Fernando Camacho Servín, La Jornada, 22 de julio.

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