El caudillo que se creyó profeta de Bolívar


Muere el hombre y nace el mito. Pocas veces un cliché ha tenido tanto sentido como lo tiene ahora con la muerte de Hugo Chávez; y si muere antes de tiempo, en lo más alto del fervor popular, el mito se engrandece aún más. Otros mitos vivientes, como el cubano Fidel Castro o el sudafricano Nelson Mandela, cruzaron ya esa línea biológica en la que el imaginario popular está preparado para la desaparición física, ya que ambos son octogenarios y se jubilaron voluntariamente; pero cuando el líder muere antes de tiempo, en pleno ejercicio de su liderazgo, el sentimiento de pérdida para sus seguidores se convierte en algo casi místico. Esto explica que sigan vivos, a pesar del tiempo transcurrido, los mitos de Eva Perón, muerta siendo muy joven por un cáncer, del Che Guevara, fusilado en la selva boliviana, o de Salvador Allende, muerto durante el golpe de Estado de Pinochet.

¿Ascenderá Chávez a esa categoría de mito muerto prematuramente, donde le esperan políticos de la talla de John F. Kennedy o Martin Luther King? Los altares en honor del comandante y las impresionantes manifestaciones de duelo vistos en Venezuela tienen ya la respuesta: Sí.

Culto a la personalidad. El camino de Chávez a los altares comenzó probablemente siendo un joven cadete, leyendo escritos de Simón Bolívar, tales como “el pueblo me adorará y yo seré el arca de su alianza”, y fantaseando con derrocar al presidente Carlos Andrés Pérez, al que no perdonó que abriera fuego contra el pueblo que protestaba contra la subida de la gasolina, y que dejó cientos de muertos durante el Caracazo de 1989.

Cuando Chávez acabó en la cárcel por encabezar el fallido golpe de Estado de 1992 contra Pérez, lejos de acabar ahí su carrera, logró su primera gran victoria: el pueblo lo empezó a ver como el liberador de la tiranía, la reencarnación de Bolívar, el primer revolucionario de América Latina.

Así nos lo cuenta la propaganda chavista, adornada con momentos legendarios, como cuando, diez años antes del golpe, bajo el Samán de Güere —árbol sagrado en la mitología bolivariana— Chávez juró junto a otros compañeros “luchar por construir una nueva república”, basada en el pensamiento del libertador.

Lo que no cuenta esa propaganda y pocos imaginaban cuando el golpista ganó las elecciones de 1999, es que muchos años antes de que Chávez naciera y creciera en la sabana venezolana, mucho antes de que quedara deslumbrado por la vida y el pensamiento de Bolívar, Karl Marx —al que Chávez abrazaría luego como ideólogo para su revolución socialista—, también había leído las cartas del libertador y expresó su preocupación porque vio en su megalomanía y su deseo de convertirse en objeto de culto un peligroso paso al autoritarismo.
Entre los pocos que sí vieron el peligro de que Chávez intentara emular este lado oscuro de Bolívar está el politólogo e historiador venezolano Manuel Caballero, quien definió el “culto bolivariano” como la “dominación de un hombre que se pretende el profeta de la religión oficial del país que alguna vez se llamó República de Venezuela y hoy se llama República Bolivariana”. Ese hombre era Chávez, el mismo que sobrevivió milagrosamente a un golpe de Estado en 2002, cuando se hizo evidente su deriva autoritaria; el mismo que superó al maestro Bolívar cuando gritó: “Exijo lealtad absoluta, porque yo no soy yo ¡Yo soy un pueblo, carajo!”.

Revolución socialista. En cuanto retomó el poder, que perdió por unas horas durante el golpe de 2002, Chávez sacó la peor de las conclusiones posibles: estoy en guerra y estoy rodeado de enemigos, y los que son mis enemigos son los enemigos de la patria. Desde entonces, se dedicó en cuerpo y alma a intimidar a la oposición, a censurar a los medios independientes, y a repartir gran parte de la riqueza petrolera entre el Ejército, las clases populares, a las que armó para que se constituyeran en inquietantes comandos chavistas, la prensa afín, los sindicatos y un puñado de empresarios privilegiados. A todos ellos los adoctrinó en la obediencia debida al caudillo y su revolución.

Asimismo, se valió de legisladores y jueces para cambiar leyes y poder perpetuarse en el poder, sin necesidad de acabar con las elecciones democráticas, tan confiado estaba en ganarlas todas, como efectivamente ocurrió, hasta la última en octubre de 2012, con la que habría gobernado hasta 2018.

El objetivo, lo dijo mil veces: “No descansaré hasta que la revolución sea irreversible”, hasta transformar Venezuela en el primer “Estado socialista del siglo XXI”, el que debería inspirará al resto de la región para crear una América Latina nueva, de espaldas al capitalismo “malvado y colonialista” de EU.

Rescatando la mejor tradición de la demagogia antiimperialista y con la inestimable ayuda del petróleo subvencionado, Chávez convirtió en sus discípulos al boliviano Evo Morales, el ecuatoriano Rafael Correa, la argentina Cristina Fernández y el nicaragüense Daniel Ortega. Todos ganaron las elecciones en sus respectivos países y todos ellos impusieron una agenda de izquierda radical que ha polarizado a los ciudadanos y ha puesto en alerta a muchos votantes y políticos de otros países de la región para no caer en esa deriva autoritaria.

La batalla perdida. Chávez no logró culminar su revolución a la que dedicó su vida. Ganó varias batallas al cáncer, pero finalmente perdió esa guerra. Murió sin cumplir su sueño de modificar radicalmente el rumbo de la historia, como sí hizo su idolatrado Bolívar, pero si logró convertir al chavismo a algo más de la mitad de la población venezolana y logró también inspirar a miles de latinoamericanos que se sintieron huérfanos con la retirada de Fidel Castro de la vida política.

Pero ¿cómo consiguió Chávez embarcar en su proyecto de dudosa calidad democrática a tantos millones de venezolanos en pleno siglo XXI?

El deseo de emular a Bolívar no era suficiente, ni tampoco el manejo según sus intereses de la riqueza petrolera; lo que realmente hizo diferente a Chávez del resto de los dirigentes contemporáneos a él fue su carisma. Ambición, deseo de trascender en la historia y carisma; ese coctel que ya bebieron en el pasado otros dirigentes de la región fue el que convirtió a Chávez en el último gran caudillo latinoamericano.

“Yo, o el caos”. En el ensayo del investigador Pedro Castro titulado “Caudillismo en América Latina, ayer y hoy”, destaca la definición que da el filósofo y politólogo alemán Max Weber sobre el carisma: “Esa insólita cualidad de un persona que muestra un poder sobrenatural o al menos desacostumbrado, de modo que aparece como un ser providencial o fuera de lo común, por cuya razón agrupa a su alrededor discípulos o partidarios”.

Castro añade, por su parte, que “el carismático cree y hace creer que está llamado a realizar una misión de orden superior y su presencia es indispensable”; y concluye: “Fuera está el caos”.

Todo esto era el comandante Chávez. Un caudillo genuino que supo explotar su carisma para convertir su revolución en una especie de secta radical y a él en su líder espiritual.

Así, arengando a las masas, persiguiendo a los disidentes y con todos los hilos del poder en sus manos, Chávez ganó una elección tras otra desde hace 13 años.

En junio de 2011, cuando le fue diagnosticado un cáncer, no sólo aseguró que iba a ganar esa batalla, como había ganado todas, sino que tenía pensado seguir gobernando al menos otros 20 años más, hasta 2031.

Ahora que ya no está Chávez, nunca sabremos si habría logrado esa proeza ganando en las urnas o, en caso de que le fallase el pueblo, habría retenido el poder por la fuerza, con la ayuda de los militares, como ocurre en Cuba.

Por tanto, la muerte prematura de Chávez deja para siempre sin respuesta la pregunta del millón: ¿habría sido capaz de entregar el gobierno a un candidato con otro proyecto de país, en caso de que éste le hubiera derrotado en las urnas o habría acabado convertido en un dictador, como su admirado Fidel Castro?
Nacido en la sabana

Hugo Chávez nació el 28 de julio de 1954 en Sabaneta, en el estado rural de Barinas, donde se crió humildemente de la mano de su abuela paterna, Rosa Inés.
Cadete sin vocación

Buscando convertirse en pelotero en las Grandes Ligas de EU, Chávez se mudó a Caracas en 1971 para alistarse a la Academia Militar, con la esperanza de que la capital le ayudara a su sueño deportivo.
Golpista fracasado

El 4 de febrero de 1992 lideró un fallido golpe de Estado contra el presidente Carlos Andrés Pérez. En un mensaje en televisión asumió que había fracasado “por ahora”. Frase que se quedó grabada en el imaginario popular.
Golpista encarcelado

Cumplió prisión en Yare, de la que salió dos años más tarde, en marzo de 1994, por el indulto del entonces presidente, Rafael Caldera, a cambio de su baja en la Fuerza Armada.
Presidente, por las urnas

Animado por la popularidad que ganó en la cárcel, se lanzó a la carrera política y ganó las elecciones de 1998, gracias al hastío contra los partidos tradicionales y la corrupción.
Alumno de Fidel Castro

Su acercamiento a la doctrina castrista y la nueva Constitución Bolivariana derivó en un golpe de Estado en 2002 que lo depuso por apenas 48 horas. Culpó al “imperialismo y sus lacayos venezolanos”.
Amor-odio con EU

Al republicano George W. Bush se atrevió a llamarlo demonio en el estrado de la ONU, pero la llegada del demócrata Barack Obama no logró suavizar su retórica antiimperialista, aunque nunca se atrevió a dejar de venderle petróleo al “enemigo”.
Enfermedad y muerte

El 30 de junio de 2011, Chávez sorprendió al mundo anunciando desde Cuba que había sido operado veinte días antes de un tumor del “tamaño de una pelota de beisbol”, lo que no le impidió ganar una última vez las elecciones para un mandato hasta 2019 que no pudo llegar a jurar.

Fran Ruiz, La Crónica, 6 de marzo.

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