La Caravana de Madres logra que ocho migrantes se rencuentren con su familia

Hacía siete años que Doris Dayanira Bautista no escuchaba la voz de sus dos hijos, a quienes dejó en El Salvador al cuidado de su madre, cuando se embarcó en su aventura hacia el norte. No llegó más lejos que esta ciudad fronteriza, pero se extravió, perdió contacto con su familia, fundó un hogar nuevo. Hasta hoy.
Supo por la prensa que unas mujeres de su tierra pasaban por Tapachula indagando el paradero de migrantes. Vio en la televisión que una de ellas llevaba su propia fotografía. Y temprano, a la hora del desayuno, se apareció en el Centro de Derechos Humanos Fray Matías de Córdoba. Se identificó. Las señoras de su pueblo –Progreso, en Honduras– supieron de inmediato que Doris Dayanara Bautista Serrato, su paisana que este año no viajó en la Caravana de Madres Centroamericanas buscando a sus hijos desaparecidos, estaba por recibir la mejor noticia de su vida. De inmediato enlazaron telefónicamente a Dayanira con su madre y sus hijas.
“¿Te estás portando bien con la abuelita?”, preguntaba con inquietud materna a uno de sus chicos, como si apenas ayer hubiera hablado con él. Del otro lado de la línea, en algún lugar de El Salvador, a una viejita sufrida se le ensanchaba el corazón. Al fin sabía del paradero de su hija.
A dos días de que concluya la novena marcha de madres centroamericanas (son la mayoría, aunque hay alguna que otra hermana, hermano o padre), hoy se registraron tres encuentros inesperados, que se suman a los cinco que la caravana organizada por el Movimiento Migrante Mesoamericano (MMM) propició a lo largo de este viaje mediante sus propias búsquedas.

Un rostro, un recuerdo, una pista
En el paso de esta caravana que viene a México por noveno año consecutivo, la parada en las plazas principales de las ciudades y localidades es parte principal del programa. Es el momento en el que las mujeres se plantan en el corazón del espacio público, y muestran centenares de fotografías de los migrantes –nombre, lugar de origen, fecha de salida– que tienen, en sus propios países, una familia angustiada que los busca. Es el momento en el que los pobladores de los lugares por donde cruza el flujo migratorio miran esos rostros borrosos, miran los ojos de las madres y quizá, tal vez, recuerden algo, aportan un dato, una pista.
Estratégica esta parada justamente en Tapachula, una de las principales puertas de entrada de inmigrantes centroamericanos y lugar de residencia de miles que no llegaron mucho más lejos en su desplazamiento hacia el norte. En esta ocasión se presenta el cónsul de Honduras, Marco Tulio Huezo, muy criticado por su omisión en caravanas anteriores. Junto con su secretario técnico lanza pistas, afirmaciones, enciende la esperanza de dos mujeres a quienes asegura tener localizados a sus hijos. Se forma un pequeño grupo para ir al consulado y cotejar datos. Los supuestos del cónsul no arrojan resultados pero, casi sin intención, introducen en su banco de datos el nombre del hijo de doña Regina Márquez Lemus, que no tenía ningún indicio del paradero de su hijo. En instantes en la pantalla de la computadora aparece el rostro actual del joven hondureño Findo Paz Márquez. Apenas en agosto fue a pedir un documento conocido como “constancia de origen”. Falta contactarlo, pero su madre ya siente que carga un peso menos. “Mi hijo está vivo”, suspira.
Una gota en el mar
Con los frutos de esta novena gira, el MMM suma cerca de 200 hallazgos de migrantes extraviados reunificados con sus familias. “En un universo de 70 mil desaparecidos o no localizados, esto es apenas una gota en el océano”, observa la directora del movimiento, Martha Sánchez Soler. “Pero es así, todo lo que se hace a escala institucional o de las organizaciones es mínimo frente a lo masivo del problema”. No todos los encuentros son felices. Hay hijos que no quieren ser encontrados y no reciben a sus madres con el ánimo que ellas esperan. Pero hay otras que parecen cuentos de hadas, como el de Narcisa del Socorro Gómez y su hijo Eugenio Maldonado, quien en 2005, con 16 años, abandonó su natal Chinandega, en Nicaragua. Esa región, productora de banano y algodón, fue diezmada por el uso intensivo de agroquímicos a finales del siglo pasado. El agua y la tierra envenenadas y la consecuente miseria expulsaron a más de un tercio de su población, que se fue para el norte.
Eugenio llegó hasta Tijuana. Ahí se hizo hombre. Y hace poco buscó en Facebook datos del ingenio azucarero Monterrosa, donde su familia trabajó toda la vida. Ahí salió la pista que condujo al encuentro que se produjo en Guadalajara. Ahora Eugenio viaja feliz al lado de su madre, de regreso al terruño. La felicidad de Narcisa estimula la esperanza de sus compañeras de viaje.
Cuando el día parecía colmado de sorpresas, otra madre nicaragüense, Santos Rojas, decidió seguir nuevamente una pista que en años anteriores no había dado resultado: fue a la dirección que tenía de un taller mecánico donde decían que trabajaba su hijo. Y ahí, cubierto de grasa y entre motores, lo vio, era Jorge Alberto Reyes Rojas.
La jornada del domingo, en Arriaga, fue, en contraste, sombría. “Es que fuimos a llevar flores al cementerio, que tiene una gran sección destinada a los entierros de desconocidos que mueren en el camino, en esta región. Y lo que vimos es capaz de desgarrarle el alma a cualquiera, esos hoyos cavados sin orden, sin cuidado, sin una sola cruz, con la hierba encima. Los migrantes muertos no son animales”, se enciende de ira Rosa Nelly Santos, de Honduras. Paradas sin siquiera saber dónde poner los pies, en esa zona de fosas comunes de viajeros desconocidos, a muchas de las madres las abatió la peor de las sospechas.

Blanche Petrich, La Jornada, 17 de diciembre.

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