‘‘México es un país de pesadilla’’, dicen migrantes de CA mutilados por La Bestia

‘En Honduras hay una regla no escrita que se cumple a rajatabla: cuando pasas de los 30 años, ya no puedes encontrar ningún trabajo.’’
Para los que ya rebasaron ese límite de edad –que parece marcar la diferencia entre los seres humanos ‘‘útiles’’ y los ‘‘desechables’’– una de las pocas alternativas que quedan es simplemente huir de la pobreza, de la violencia, de la falta de oportunidades. Huir de una guerra para encontrarse con otra.
Con la mirada fija en el suelo, Norman Saúl Varela lo cuenta como si fuera cualquier cosa, a un ritmo lento y pausado. Pero a veces no encuentra las palabras indicadas para seguir su relato o no las puede decir. Entonces, por unos segundos guarda un silencio de plomo y mira la prótesis de metal que tiene donde antes estuvo su pierna derecha.
Norman forma parte de un grupo de migrantes hondureños mutilados al caer de La Bestia, el tren en el que viajan miles de trabajadores internacionales sin documentos en su búsqueda por llegar a Estados Unidos, y que hoy están en México para exigir al gobierno de Enrique Peña Nieto que detenga la persecución contra los migrantes.
‘‘Aquí le hacen el trabajo sucio a Estados Unidos’’
Él fue uno de los fundadores de la Asociación de Migrantes Retornados con Discapacidad (Amiredis), organismo que agrupa a 451 personas mutiladas por las ruedas del tren, y que solicita reunirse con el jefe del Poder Ejecutivo para plantearle directamente sus demandas.
‘‘México ya no se llama México: ahora se llama el país de las pesadillas, porque le hace el trabajo sucio a Estados Unidos. Desde que uno pisa esta tierra siente una transformación inmensa, porque aquí dejamos nuestra carne y nuestra sangre’’, señala Norman, quien dice estar decidido a cualquier cosa con tal de que los reciba el Presidente.
‘‘Lo que más duele es el abandono de las autoridades. No entendemos por qué tanta discriminación, por qué tantas persecuciones al estilo animal, si no venimos a hacerles daño ni a quitarles el trabajo. Por eso no nos vamos a ir sin verlo (a Peña Nieto). No nos importa si nos morimos de hambre y de sed, pero lo vamos a ver’’.
Por su parte, José Luis Hernández Cruz, presidente de la Amiredis, es ‘‘soltero y sin compromisos’’. Al menos eso dice cuando contesta el teléfono, aunque no reconozca el número, quizá para demostrar que a pesar de todo no ha perdido el buen humor. En 2005, víctima del cansancio que le produjo estar más de 20 días encima del tren, aguantando el hambre y el sueño, se desmayó, perdió el equilibrio y cayó a las vías a la altura de Ciudad Delicias, Chihuahua. Cuando despertó en un hospital de la Cruz Roja, ya no tenía el brazo ni la pierna del lado derecho, ni parte de la mano izquierda.
‘‘No logramos nuestro propósito de llegar a Estados Unidos, y cuando regresamos a Honduras nos encontramos con que había un montón de gente en nuestras mismas condiciones. Por eso nos unimos para concientizar sobre los riesgos de migrar y para exigir que nuestros gobiernos nos apoyen con lo que es justo’’, dice en entrevista con La Jornada.
‘‘Parece que Honduras estuviera en guerra. Pero lamentablemente la guerra es la pobreza, el desempleo, la corrupción. Eso es lo que lo hace a uno salir obligadamente de su país, porque uno no ve cómo superarse’’, dice José Luis, quien lamenta que lo único que le interesa al gobierno hondureño de sus migrantes son las remesas de 3 mil millones de dólares al año que generan.
Aunque coincide con Norman en que México ‘‘es una pesadilla’’, los activistas hondureños hicieron un esfuerzo por regresar a este país, muchos años después de haber sufrido accidentes que les cambiaron la vida, porque están convencidos de la necesidad de presionar de alguna forma para evitar que esto siga ocurriendo.
‘‘Lo justo es que nuestros gobiernos nos ayuden, pero parece que fuéramos invisibles. México, comparado con Centroamérica, es una potencia, y podría presionar a nuestros gobiernos para que se ocupen de esta problemática. Si tienen voluntad política para hacerlo, esto puede cambiar’’, enfatiza.
Fernando Camacho Servín, La Jornada, 9 de abril.

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