Escuelas del olvido


Chimalhuacán, México.
En la periferia de la capital del país, donde la tierra está seca casi todo el año y las tolvaneras parecen envolver todo a su paso, hay escuelas de prescolar, primaria y secundaria a las que acuden niños con cuadernos recogidos de la basura y libros usados. Sus pupitres y mesas son también de desecho. Los plásticos les sirven de pared o techumbre. Ahí no hay luz ni agua, tampoco puertas ni pizarrones.
A pocos kilómetros de la Secretaría de Educación Pública –en cuyos muros y bóvedas pintores como Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, entre otros, plasmaron los ideales revolucionarios–, miles de niños cursan la educación básica en condiciones de hacinamiento, deterioro de infraestructura y falta de higiene en sus instalaciones.
En Chimalhuacán, Otumba, Texcoco o Chalco –municipios aledaños al Distrito Federal– a la falta de bardas perimetrales, de instalaciones sanitarias deficientes o inservibles, la insuficiencia de bibliotecas, aulas de cómputo, laboratorios y talleres, se suma el hambre.
De acuerdo con la Medición Municipal de la Pobreza 2010, realizada por el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), entre 13 y 8 por ciento de estas poblaciones viven en pobreza extrema y otro 20 por ciento enfrenta rezago educativo. Además, de quienes tienen ingresos económicos, uno de cada cinco sólo obtiene recursos para ubicarse por debajo de la línea del bienestar mínimo.
En un recorrido realizado por La Jornada, se constató que a todas estas carencias se agrega la inseguridad en colonias y comunidades cuyo impacto ha comenzado a modificar, incluso, los horarios escolares.
Tan sólo en 2012, en el estado de México ocurrieron 244 mil 207 delitos del fuero común, de los cuales 17 mil 785 corresponden a los cuatro municipios citados, de acuerdo con el Índice Delictivo del Fuero Común, elaborado por el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública. Entre las infracciones más graves destacan: 239 violaciones, 163 homicidios, 3 mil 902 personas con lesiones y 6 mil 595 robos.
Inseguridad y oscuridadAl oriente de la ciudad de México, con una población de poco más de 614 mil habitantes, Chimalhuacán concentra a casi 60 mil personas que viven en pobreza extrema, poco más de 201 mil no tienen acceso a los servicios de salud, mientras 114 mil viven en hacinamiento y otros 51 mil no tienen servicios básicos en su hogares.
En los límites con el municipio de Nezahualcóyotl, muy cerca de un basurero, se ubica el barrio de Pescadores, en el corazón del territorio de La Loba, como se conoce a Guadalupe Buendía, lideresa de organizaciones de colonos. En esa zona se construyó la primaria vespertina Vidal Alcocer.
Localizada en la calle Taletec sin número, en lo que fue un asentamiento irregular, sus instalaciones están rodeadas de casas a medio construir, sin árboles ni áreas verdes. El desempleo de sus vecinos es evidente, y para padres de familia y maestros los asaltos han dejado de ser la excepción.
“Acá poca gente tiene un trabajo fijo. Estamos a dos calles de la nada, donde se acaba la ciudad y comienza el basurero”, afirma Juan Chicas, su director, quien asegura que en dos ocasiones les han robado el equipo de cómputo.
Son cerca de las tres de de la tarde y el sol cae a plomo en el centro escolar. Sin energía eléctrica ni acceso a agua potable, José, quien cursa el cuarto grado, sólo pide un deseo para su escuela: “tener luz”.
En su pupitre, muy cerca del escritorio de su maestra Raquel, afirma que en unas horas más, cuando el sol se oculte, en el salón no se podrá ver ni lo que escribes. “Aquí a nadie le gusta quedarse cuando está oscuro. Nos vamos antes de que la noche llegue”, dice.
Para Gabriel, otro de los alumnos que asisten a primer grado, a la falta de luz se agrega su miseria. Su maestra Felicitas ya no sabe qué hacer. “Todos los días trae un cuaderno distinto. Está usado, pero es lo que se encuentra en la pepena. No podemos darle seguimiento a sus tareas ni a su avance en la escritura”.
En una de las aulas del plantel, que debería funcionar como laboratorio de cómputo, la profesora Yolanda suspira cuando se le pregunta cómo imparte sus clases de computación en una escuela sin energía eléctrica. “Hacemos lo que podemos, les explicamos en el pizarrón, pero no es lo mismo. Los alumnos se desilusionan, porque en sus casas tampoco hay computadora, a veces ni luz”.
Hacinamiento y olvidoA pocos kilómetros de distancia, en la comunidad de Santiago Tolman, en el municipio de Otumba, rodeada de cultivos de tuna se ubica la Secundaria Técnica 210.
En el municipio, catalogado con un índice de marginación alto por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía, sus 34 mil 232 habitantes viven en un entorno prácticamente rural, pues 61 por ciento de su territorio tiene uso agrícola, mientras el núcleo urbano se asienta sobre 4.8 por ciento de su suelo.
Pese a ser uno de los lugares con menor tasa delictiva, el Coneval advierte que 56.5 por ciento de su población vive en pobreza. Y de ellos 13.3 por ciento en condiciones de miseria. El rezago educativo también afecta a una de cada cinco personas mayores de 15 años.
En la colonia Providencia, donde se ubica la secundaria, las actividades del campo son la principal fuente de ingreso de la comunidad.
Desde hace más de dos años el plantel atiende 180 alumnos en tres aulas. Las condiciones de hacinamiento han obligado a habilitar la dirección y la biblioteca como salones e, incluso, instalar uno “al aire libre”.
Bajo una lona roja, una treintena de adolescentes se arremolinan para no quedar expuestos a los rayos del sol del mediodía. Su profesor dicta la clase en un pizarrón colocado sobre el muro exterior. Imparte la clase de ciencias, pero no cuenta con un laboratorio para ello.
El profesor Bernardo intenta explicar la función de los ácidos, como marca el plan de química, pero reconoce que “aquí el único que conocemos es el del limón, porque cualquier experimento tiene como insumo lo que hay en casa. Agua, un poco de harina, sal, azúcar y pocas cosas más”.
Pocos alumnos le prestan atención cuando el viento levanta con fuerza el improvisado techo y esparce por el patio cuadernos y papeles que llegan hasta el camino de terracería, por donde dos kilómetros más abajo se comunica la escuela con una carretera.
Lo peor, asegura el maestro Edmundo, son los periodos en que abonan y fumigan la tierra. “Se levanta polvo por todos lados. Es cuando tenemos más infecciones en los ojos y la piel”. Por turnos de una hora, los grupos se alternan para tomar clases a la intemperie, reconoce Jorge, su director.
Dentro de un salón de cemento, los alumnos de primer grado luchan por escuchar a su respectivo profesor. Amontonados en un reducido espacio dividido por un plástico que cuelga de un cable, 33 niños están de un lado, y 27 del otro. Nadie puede entender bien, porque las voces de todos se confunden.
“Es como impartir una materia en un vagón del Metro en hora pico. Escucharnos ya es un triunfo. Y que comprendan la clase es casi un milagro”, comenta su maestro Rolando, a quien le toca la parte derecha.
A un lado, Edmundo imparte clase al resto de escolares. No soportamos el calor ni tanto ruido, afirma. “Es imposible trabajar en equipo, y lograr que se concentren leyendo es un logro enorme, pero a veces lo conseguimos”.
Cinco años atrás “la escuela” estaba en el quiosco del pueblo. “En ese entonces nos dijeron que íbamos a tener salones, laboratorios, aula de cómputo y biblioteca”, pero las autoridades estatales los trasladaron a un lugar cercado por nopaleras, que ahora los hacen añorar su antiguo espacio.
No lejos de Santiago Tolman, en la única telesecundaria de Santa María Aticpan, Otumba, 76 adolescentes cursan este nivel educativo. “Se arriesga la seguridad y la integridad de los muchachos”, asegura su director, Carlos Lomelí, no sólo por lo precario del inmueble, sino porque tampoco pueden protegerlos de la delincuencia.
Edificada en una explanada de terracería, donde se construyó con el esfuerzo de maestros y padres de familia, tres salones y un laboratorio de cómputo, la escuela carece de barda perimetral, luz y agua corriente.
Sin ninguna valla que lo separe de la calle, vecinos y amas de casa ocupan el patio escolar como “atajo” para tomar el camino hacia el centro del pueblo.
En la comunidad hay miedo, reconoce el profesor Carlos. Desde hace más de un año la violencia se desató con la llegada de dos grupos criminales. Y también comenzaron las agresiones contra la escuela.
“Nos han roto muchos vidrios. Nos robaron el cable con el que nos colgamos de la luz, porque no hay contratos de regularización. Lo sustituimos tres veces, porque otras tantas se lo llevaron, pero desde el año pasado ya no tuvimos dinero para comprar más”.
Hace dos años, recuerda, cuando abandonaron el galerón donde abrió sus puertas la telesecundaria, “pensamos que íbamos a mejorar, pero allá siquiera teníamos luz, acá ni eso”.
Como recordatorio del abandono de su comunidad, donde la mayoría de sus habitantes se dedican al cultivo de la tierra de temporal, en el centro del patio escolar permanece intacto un jagüey –depósito natural de agua– que alcanza poco más de un metro de profundidad y más de ocho de diámetro.
“Hemos pedido que vengan a taparlo o tan siquiera que nos ayuden con cemento y grava para darle un uso más digno. Así como está es un riesgo para los alumnos, ya son dos las adolescentes que se han lesionado”.
Vivir de prestadoA tan sólo 40 minutos del paradero del Metro Indios Verdes, 60 muchachos de la telesecundaria de Otumba se apiñan en dos aulas de un plantel de prescolar en desuso.
Es una de las miles de telesecundarias del país donde el televisor no funciona o no puede usarse por falta de energía eléctrica, y se suple con un viejo pizarrón.
A menos de un kilómetro del penal de Otumba nuevo, “para el que sí hubo dinero en su construcción”, asegura Próspero, su director, se ubica este centro que apenas tiene un diminuto patio.
Aunque el pueblo les donó un terreno de más de 200 metros cuadrados para la escuela, “no se ha podido ni aplanar. El gobierno federal nos prometió apoyo, el estatal también y el municipal sólo nos dice que le pidamos el favor al diputado local, y este, a su vez, que vayamos con el federal, porque no tiene recursos con qué hacer las gestiones”.
Con pupitres desechados por otros planteles y mesas de cocina prestadas, alumnos y maestros han encontrado acomodo en un salón dividido con un muro falso.
Sin energía eléctrica, el televisor es sólo un objeto arrumbado en un rincón. La clase se imparte desde el pizarrón. El profesor Próspero escribe palabras en inglés. Selene, su alumna, se apresura a borrar las respuestas de su libro. El texto fue de alguien más, y se lo regalaron ya contestado.
Los materiales didácticos, explica el maestro, “nos los donaron. Son usados, pero se los damos para que puedan seguir la clase”. Y con orgullo recuerda que sus alumnos “también son rescatados. Casi todos son hijos de trabajadores de la basura. Si no les damos un lugar, aunque sea con tantas carencias, ya estarían buscando desechos”.
Luis, otro de sus estudiantes, tiene la esperanza de que cuando llegue al tercer grado de telesecudaria la escuela tenga electricidad. “Si tuviéramos luz, nos enseñarían cómo usar una computadora. A lo mejor, con suerte, nos llega el año próximo”.
Abandono presupuestalEn Tocuila, Texcoco, los problemas también se multiplican. Más de 20 años han transcurrido desde que la profesora Luz María Barrera denunció las malas condiciones que enfrenta el único plantel de prescolar de la comunidad.
Con 235 mil 151 habitantes, de acuerdo con el Censo de Población 2010, el municipio no sólo tiene 42.1 por ciento de su gente en pobreza, de la cual 21 mil 223 son personas en condiciones de miseria, también enfrenta rezago educativo, pues 48 mil 519 de los mayores de 15 años no han concluido su formación básica.
A fin de mejorar las condiciones de infraestructura de su escuela, Luz María buscó desde 1993 la autorización para demoler tres aulas que, agrietadas y fracturadas por el hundimiento del terreno, eran inhabitables.
Después de dos años, recuerda la profesora, me dijeron “adelante, puedes demoler”, pero nunca llegó el recurso. Desde 1998 están en riesgo de derrumbarse la cocina, el comedor y un salón del plantel. Ante tales condiciones la escuela perdió más de cien alumnos que hoy cursan su prescolar en poblaciones vecinas.
La respuesta del municipio, dice, fue la construcción en otro terreno de tres espacios, aunque son cuatro grupos, y un área para la dirección, pero su matrícula es de 117 niños.
“No hay acceso directo al plantel. Para entrar tenemos que pasar por los patios de varias casas. No hay equipamiento ni salón de juegos o comedor. No tiene nada, y así ¿cómo nos vamos de aquí?”, señala con tristeza.
En otro extremo de la entidad, en el valle de Chalco, donde de acuerdo con cifras de Coneval al menos 53.9 por ciento de los 310 mil 130 habitantes vive en pobreza, 26 mil personas son consideras en pobreza extrema, y una de cada cinco está en rezago educativo, la primaria José Vasconcelos enfrenta también el desgaste de su infraestructura y el abandono presupuestal.
Rodrigo Vigueras, director del plantel, donde se atiende a 320 alumnos, señala que desde hace más de un año informaron a las autoridades competentes que la barda de 174 metros “sufrió daño severo debido a las obras de reconstrucción del canal La Compañía. Actualmente tienen fracturas y una inclinación, en varios tramos, hasta de 12 grados”.
Enfrentamos el peligro de derrumbe, lo mismo que la sala de cómputo que desde hace un año tiene ese riesgo, porque tiene fracturas en sus muros hasta de 10 centímetros. El módem con la conexión a Internet para computadoras, explica, “quedó inservible”.
En la primaria, señala el profesor Vigueras, atendemos a niños de otras zonas de Chalco, pero la inseguridad, reconoce, y la falta de apoyo de las autoridades locales y estatales “ha propiciado que perdamos algunos alumnos, porque asaltaban mucho en las inmediaciones del plantel, y ni pensar qué será de nuestra comunidad escolar si un día se nos cae la barda”.
Pese a tener un dictamen de pérdida total de parte de la infraestructura del plantel, emitido por las autoridades municipales, afirma, “tenemos la esperanza que nos hagan caso, pues hasta el momento la única respuesta es que hay insuficiencia presupuestal, y que no hay nada que hacer”.

Laura Poy Solano, La Jornada, 7 de abril.

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