Nada más descender del Boeing 737-200 en la ciudad de Maturín, estado Monagas, Nicolás Maduro, presidente encargado de Venezuela, es recibido por un destacamento militar que le rinde honores. Un teniente coronel, cargando un fusil de asalto ruso AK-103, fabricado ahora en la ciudad de Maracay, lo invita a pasar revista a la tropa y lo saluda, como si fuera un civil en una manifestación, con la consigna “¡Chávez vive, la lucha sigue!”, le explica que por las venas de ese ejército corre la sangre del militar de Sabaneta y concluye con un emocionado “¡Independencia y patria socialista!”.
Es la hora de convertir el duelo y trabajar en darle continuidad al legado chavista, así que el presidente Maduro responde a los militares que le presentan sus armas con un discurso en el que señala que la obra más grande del recién fallecido mandatario fue construir esa fuerza armada nacional fundada por Simón Bolívar y rescatada y reorganizada por Chávez.
Recuerda la traición que vivió el precursor de la Independencia, la lealtad que existe hoy entre los integrantes de la dirección político-militar de la revolución venezolana, y su fidelidad hacia la patria y los pobres. Los imperios, dice, no respetan a los débiles, sólo respetan a los pueblos resueltos a ser libres, bien armados.
Al salir del aeropuerto, Maduro se pone al volante de un autobús de pasajeros color rojo que conduce hasta el auditorio Gilberto Roque Morales, un gimnasio deportivo cubierto; en él lo espera una multitud de más de 6 mil militantes de los partidos políticos que apoyan su candidatura a la Presidencia de la República. Con la destreza de años manejando camiones y con una nube de motociclistas procurando abrirle espacio, el mandatario sortea grupos de numerosos simpatizantes que lo vitorean y que quieren estrechar su mano o entregarle alguna petición por escrito. A lo largo del trayecto le son entregados, al igual que en toda la gira, miles de sobres o papeles con solicitudes y quejas, que son depositados en unas grandes bolsas de cartero, para su posterior análisis y respuesta. Como la fiesta está en la calle, cada vez que pasa por una concentración de adeptos, Maduro toca el claxon y, en más de una ocasión, se detiene para saludarlos a través de la ventana.
En el gimnasio, centenares de partidarios que no alcanzaron lugar tratan de entrar a como dé lugar, a pesar de que no cabe un alma. La burbuja de seguridad, que resguarda al presidente-candidato, suda la gota gorda para protegerlo de los adeptos que quieren tocarlo. Una mujer le roba un beso. Con la complexión de un jugador de futbol americano, Maduro se abre paso hasta llegar a la tarima central.
Sus fanáticos, en su inmensa mayoría vestidos con camisetas rojas, lo reciben como a un rock star, como a un ídolo, como a un pastor religioso. Las paredes están llenas de mantas y banderas del movimiento Tupamaros, del Partido Comunista de Venezuela, del Partido Socialista Unificado de Venezuela. En uno de los costados del recinto, un enorme rótulo advierte: “Maduro al volante. La juventud te hace comandante”.
El fantasma de Chávez se apersona en el estadio, lo ocupa en su totalidad. No hay nombre más repetido por los oradores, ni más coreado por el público. No hay rostro más presente en fotos y carteles, en los que invariablemente aparece sonriendo amorosamente a quien lo ve. Ese espectro es el hilo que une a todos los allí presentes, el que les da sentido de pertenencia y comunidad, el que los hace sentirse tomados en cuenta. La muerte, se sabe, desaparece físicamente a una persona pero no termina con la relación entre el difunto y quienes lo trataron y quisieron en vida. Por el contrario, como sucede en este caso, puede hacerla aún más intensa.
“Soy hijo de Chávez, aquí estamos los hijos de Chávez”, dice una y otra vez Nicolás Maduro, resumiendo un sentir colectivo que está más allá de las artimañas electorales, aunque tenga un momento de aterrizaje en los próximos comicios. Para los presentes, Chávez es el padre que se fue y con el que hay una deuda, una gratitud que hay que pagar ahora. Es el líder que mediante su fuerza personal hizo realidad un anhelo general.
Maduro se presenta a sí mismo, y a su equipo, como hijos de Chávez. La reafirmación no es gratuita. Además de que efectivamente es así, el legado de Chávez –quién lo dijera– está en disputa. Al mandatario fallecido le está sucediendo lo que a su querido Simón Bolívar. Como recuerda el escritor colombiano William Ospina en su extraordinario libro En busca de Bolívar: “Bastó que muriera para que todos los odios se convirtieran en veneración, todas las calumnias en plegarias, todos sus hechos en leyenda. Muerto, ya no era un hombre sino un símbolo”. Eso mismo le está pasando al comandante.
Henrique Capriles, el candidato opositor, que durante toda su vida política vilipendió al teniente coronel y en la última campaña electoral evitó mencionar su nombre y se refirió a él de manera despectiva, ha tratado de evitar que el presidente encargado capitalice en su favor la deuda de la población con su antiguo mandatario. “Nicolás no es Chávez”, asegura una y otra vez, al tiempo que lo responsabiliza de la devaluación y la inseguridad pública. “El problema eres tú, Nicolás”, dice, mientras se refiere a Chávez como “el presidente” y a Maduro lo llama Nicolás, como hacen todos aquellos que en un gesto de desprecio de clase tutean a quienes consideran subalternos. Pero a juzgar por el mitin en Maurín, la maniobra se hunde. Las consignas más coreadas, las que la gente grita desde lo más adentro de sí, son: “¡Chávez, te lo juro. Mi voto es pa’ Maduro!” y “¡Chávez, por siempre. Maduro, presidente”.
Los ánimos están desbordados. La gente se desgañita, baila, permanece de pie. “¡Qué calor tan fuerte, qué acogida! ¡Se siente la fuerza del amor”, afirma el conductor de autobuses convertido en mandatario. Y es que más que un acto para aceitar la maquinaria electoral, la reunión es una catarsis. Más que una iniciativa para movilizar a los militantes de una causa para organizar la conquista del voto, se trata de una ceremonia de purificación y transformación suscitada por el encuentro con una causa vital profunda, compartida con todos los que están ahí presentes. Más que una puesta al día del aparato partidario para la batalla del 14 de abril, se trata de la eliminación del dolor por la pérdida del comandante y de su transmutación en esperanza de vida y futuro.
En el acto se mezclan la religiosidad, la celebración festiva y la reafirmación política. Nicolás Maduro, a lo largo de un discurso de más de hora y media, oficia
como artista, como guía espiritual, como líder político. Conduce a la multitud a través de una travesía en la que se mezclan la historia contemporánea de Venezuela, los retos políticos actuales, las confidencias personales y todo tipo de estados de ánimo.
Por momentos el acto político asemeja una celebración religiosa. En plena Semana Santa, con el antecedente de una campaña electoral realizada apenas hace seis meses, en la que ambos candidatos invocaron la cuestión religiosa como nunca antes se había hecho, después de convocar y realizar decenas de jornadas de plegarias y misas por la salud de Hugo Chávez, el asunto de la espiritualidad en esta precampaña ha brotado con inusual vigor. Está en el ánimo de los simpatizantes y en la visión del mundo de los candidatos, Nicolás Maduro incluido.
En el mitin, Maduro reconoce la importancia que tiene para él enfrentar la inseguridad pública. Quiere ser recordado como el presidente de la seguridad, pero no de cualquier tipo de seguridad, sino de una claramente diferenciada durante la IV República, que dejó un terrible saldo de opositores gubernamentales asesinados, desaparecidos y torturados por administraciones formalmente democráticas.
Para marcar su raya con esos gobiernos pasados y reivindicar su historia dentro de la izquierda revolucionaria, cuenta la vida de Argimiro Gabaldón, militante del Partido Comunista y fundador de las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional, quien murió en 1964 en las montañas de Humocaro, estado Lara.
Se refiere también a Noel Rodríguez, un joven estudiante revolucionario, cuyo cuerpo fue encontrado después de 40 años de desaparición forzada
Ahí mismo, el presidente hace un llamado al pueblo venezolano a levantar la bandera de los ideales socialistas.
“Nosotros venimos a decir a ustedes que vamos a reivindicar el legado de Hugo Chávez. Nosotros no tenemos precio, no somos burgueses. Venimos a trabajar y hacer socialismo”, subraya Nicolás Maduro.
Al terminar el acto, el mandatario conduce nuevamente el autobús rumbo a la terminal aérea. Le esperan aún dos maratónicas y numerosas concentraciones en Cumaná y Margarita, cada una más numerosa que la otra, con formatos parecidos. En todas conecta con el público. Llega a sus corazones. No hay duda de que es el heredero de Hugo Chávez. Tampoco de que, como apuntan todas las encuestas, arrasará en las próximas elecciones del 14 de abril.
Luis Hernández Navarro, La Jornada, 30 de marzo.
Reivindicaremos el legado de Chávez: Maduro
Venezuela Medios México lunes, 1 de abril de 2013 0 comentarios
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