“Me siento muy cerquita de la muerte, pero voy asimilando los riesgos y he entrado en un estado de tranquilidad y de alegría”, dijo el sacerdote Alejandro Solalinde Guerra, después de que enviados de los plagiarios de migrantes amagaron con penetrar en el albergue fundado en 2005, cerca de la estación ferroviaria en el barrio La Soledad, al suroeste de esta ciudad donde conviven zapotecos con descendientes de iraquíes, libaneses, españoles y chinos.
Después de la negra noche del 16 de diciembre, cuando los migrantes que viajaban en el tren procedente de Arriaga, Chiapas, fueron asaltados y secuestrados, en el albergue se observan escasos centroamericanos. Dos familias completas y el resto, unos 30 jóvenes, aterrados por los asaltos, que por primera vez en sus vidas pasaron la Navidad lejos de sus países y añorando los tamales de pollo y chancho (cerdo).
En la pesadez del silencio que se extiende alrededor del albergue, donde confluyen tiendas de abarrotes, iglesias cristianas, panaderías y cantinas, la confidencia se abre paso. “Falta más vigilancia, creo que los soldados deberían vigilar el paso del tren”, comentó Arbelio López Aguilar, un hombre que desde 1998 instaló una pequeña miscelánea a un costado de las vías, sobre un atajo polvoriento que conduce al albergue.
“Desde hace años yo veía aquí cómo los policías se llevaban a los migrantes. Ahora veo cómo algunos migrantes, borrachos y drogados asaltan a sus mismos compañeros. Yo trato de ayudarles con galletas, agua y refrescos, porque uno de mis hijos y mi yerno están en Estados Unidos, como mojados. Joel está en Texas y Ángel, el yerno, trabaja en San Diego”, añadió.
Propietario de la pequeña miscelánea Malena, Arbelio López Aguilar confesó que “por miedo” a los maras y algunos migrantes drogados, optó por reforzar la seguridad de su modesta tienda de abarrotes con una reja de fierro. “Ahora veo que ya está pasando la policía, pero vivimos con temor”, dijo.
Frente al temor que se respira en el albergue y su contorno, se levanta desafiante la solidaridad internacional a través de Elvira Arellano, símbolo de la inmigración en territorio estadounidense, quien con su hijo Saúl, de 12 años, acompaña al padre Alejandro Solalinde, recopilando la información que se publica en redes sociales y en los medios, sobre el último asalto contra migrantes.
En el pequeño cuarto que alberga dos computadoras, un teléfono, un estante y dos mesas habilitadas como escritorios labora Elvira Arellano; se observa en silencio al activista de derechos humanos Irineo Mujica Arzate, mismo que fue golpeado por la migra en Puebla y en protesta realizó una huelga de hambre durante 16 días.
“Los migrantes sí fueron asaltados y secuestrados. Yo recogí los primeros testimonios cuando alcanzamos el tren entre Unión Hidalgo y la ciudad de Juchitán”, dijo el fotoperiodista que durante los últimos tres años ha documentado las vejaciones contra los migrantes, viajando con ellos en el tren y asumiendo los riesgos.
A unos pasos donde laboran ambos activistas, bajo un techo de asbesto y paredes de bloques de cemento a media construcción, el improvisado comedor luce semivacío con 10 mesas largas y 30 sillas de plásticos. Casi a la entrada, donde se anuncian los horarios para el desayuno, comida y cena, están apilados decenas de troncos dispuestos para la leña.
En el fogón, doña Rosalba Navarrete, quien lleva 11 años acompañando al sacerdote Solalinde con su labor pastoral, cumple con su responsabilidad como encargada de la cocina y preparando los alimentos.
“Aquí los migrantes llegan dolidos del alma y del cuerpo y trato de hacerles olvidar los abusos que sufren en el viaje por tren, pero ellos siempre nos dicen que son golpeados por la migra y que son asaltados por los pandilleros”, comentó.
Frente al televisor, la hondureña Lorena Vásquez expuso: “Hasta los mismos maquinistas y garroteros del tren nos piden dinero para los refrescos”.
En su viaje de Arriaga a Ixtepec, que dura unas 15 horas en promedio, “el tren paró tres veces para que los maquinistas nos pidieran dinero”, detalló.
Al fondo del albergue se ubica el lugar que podría ser el más cómodo y confortable. Se llama La Palapa, que funciona como enfermería. Por estos días, los responsables, Mirna Guadalupe y su pareja Leonardo de Jesús Hernández, de El Salvador, tienen muy poco trabajo.
“Ahora no han llegado muchos (migrantes), pero antes que se desataran los asaltos atendíamos en promedio como 100 personas por día, algunos con los pies cubiertos de llagas, otros, con dolores de cabeza o del estómago”, dijeron.
En La Palapa atendieron a Sandy Abigail Peláez, quien no sabía que cuando dejó atrás su país Guatemala, al lado de su esposo Fidel Zavala, venía con dos meses de embarazo y también atendieron al hijo de ambos, Marcos Rogelio, de dos años, que presentaba un cuadro severo de deshidratación.
“Queremos llegar a Nueva Orleans, pero sí tenemos mucho miedo de todo. De los asaltos, de que el tren te corte una canilla (ante pierna), o que te agarre la migra y nos regrese. Ya Dios dirá”, dijo la mujer de tez morena de 18 años.
En la entrada norte del albergue, contrario a la dirección de la línea ferroviaria, siete policías de Oaxaca, armados con fusiles largos, permanecen alertas y vigilantes, desde el pasado 17 de diciembre.
Los policías, al mando del suboficial Marcos García Santiago, tienen la instrucción de proteger el albergue que ahora, como resultado de las medidas cautelares dictadas por el gobierno, cuenta con cuatro cámaras de vigilancia, “pero que serán cambiados porque no ofrecen una buena resolución”. Al albergue también le hace falta una mejor iluminación.
“Aquí vamos a pasar la Navidad. Por nuestro trabajo siempre es así, lejos del hogar y de la familia, pero ahora es diferente porque no solo se trata de patrullar una calle, sino de salvar vidas”, comento el suboficial Marcos, de quien Solalinde dijo que cuando platica con él por las noches, “me enseña mucho porque son policías con valores y principios”.
La Navidad en el albergue, “por primera vez en cinco años fue súper”, dijo explosivamente Solalinde Guerra. Hace un año, pasó la noche del 24 de diciembre en la agencia del Ministerio Público, denunciando a policías municipales de Juchitán y en el 2008, denunciado a policías ministeriales de Oaxaca.
En medio del silencio provocado por la tensión y el miedo, unos 50 migrantes, Solalinde y sus colaboradores, finalmente festejaron una “Navidad maravillosa”, con la posada y la misa, donde los centroamericanos cenaron lo que habían pedido: pollo horneado en comiscal (horno de barro), y pasteles de tres leches y de chocolate. También hubo un brindis con vino tinto y blanco y jugo de uvas.
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