“No perdí los reflejos del cautiverio”

PARÍS.— Hace poco más de 15 días vivía en la selva, atada a un árbol varias horas al día, dormía en el piso sobre un plástico y por la noche la encadenaban junto a otros rehenes de la guerrilla colombiana de las FARC internados en la selva andina. “Por la mañana”, explica Íngrid Betancourt, “nos llevaban a los chontos, un hueco maloliente, espantoso, que hay que hacer cola para hacer lo que de manera diplomática diríamos lavarse las manos. Después llegaba el desayuno, la comida menos mala del día, que es un chocolate caliente con arepa o cancharina”.
Así vivió Betancourt casi siete años, caminando unos 300 kilómetros al año, padeciendo enfermedades, lejos de sus hijos y siendo mujer, sin querer serlo en muchos momentos.

“¿Ser mujer? Es muy difícil ser mujer en la selva. Por primera vez entendí por qué a algunas mujeres de religión musulmana les gusta estar tapadas con velos y hasta el suelo cubiertas; porque hay ciertas miradas de los hombres que para uno son ofensivas”, explica en entrevista en un lujoso hotel, con rostro sonriente, pero fatigada.

Cuando habla se le percibe en paz, incluso bromea; pero es evidente que el impacto del cautiverio aún arde dentro de ella. “Yo creo que los muchachos entendían lo difícil que era para mí y se volteaban. Yo les guardo mucho respeto a los policías y militares que convivieron conmigo en el cautiverio, porque fueron mi familia y me protegieron y me ayudaron”, dice Betancourt, y promete que no descansará hasta liberarlos.

Betancourt hace una pausa, gesticula, cierra los ojos y parece recordar algo difícil de explicar. “Hay tantas cosas… Mire, cuando nos gritaron que estábamos libres, cuando dicen ‘¡Somos el Ejército de Colombia están libres!’ (...) pasa un poquito, uno, dos segundos después de la euforia, y yo miré por la ventanilla del helicóptero esa selva densa y pensé: allá tienen que quedar todos los horrores que vivimos, yo no quiero traerme todo eso que vivimos; lo feo que pasó allá se quedó”.

Para esta entrevista se decidió no tocar el tema de la política, así que hablamos de sus vivencias en la selva y su readaptación a la ciudad y el lujo y a su papel como madre después de siete años de ausencia.

El encuentro con los hijos

“Uno deja unos niños y se encuentra unos adultos. Hay cosas que yo quisiera que hicieran conmigo y ellos no quieren hacer, entonces hay que respetar sus espacios, sus decisiones, su individualidad. Me parece importante que ellos entiendan mi conexión con Dios”, explica Betancourt. Y detalla: “Yo creo que logramos reestablecer los códigos de nuestro amor rápidamente, de caricias, de besitos, de sentido del humor, de decirnos cosas para que el otro reaccione y se ría, hacernos críticas de amor, como por ejemplo ‘estás un poco gordo, tienes que hacer abdominales o podrías peinarte de otro modo’. Por ejemplo, a mí me fascina si mi hija dice ‘a mí me gusta mi pelo así’ o si mi hijo me dice ‘así me gusta vestirme y esa es la moda hoy’, juegos en los que uno se hace cosquillas en su carácter, pero la respuesta es siempre de amor”.

En la selva, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) permiten a sus rehenes escuchar la radio y los mensajes de sus familiares y amigos. El primer día que Íngrid escuchó a su hijo Lorenzo, quien tenía 11 años cuando la secuestraron, lloró.

“Lloré. Fue muy impactante porque era oír la voz del niño que yo tenía en mi memoria y me sale semejante vozarrón. Y decía es la voz de mi hijo con el vozarrón de mi papá, como dos en uno; encontrar a mi papá a través de mi hijo me hizo llorar mucho”.

Luego de casi siete años en la selva, el gobierno francés y su familia le han dado a Íngrid un gran recibimiento y durante los primeros días ha vivido en los mejores hoteles de París. La ex rehén es como un bebé que se sorprende de cosas simples.

“Hay cosas pequeñitas impactantes, como que me duché; el agua caliente sobre el cuerpo, después de siete años de agua fría, fue fuerte. Una cama con almohada, con sábanas con cobija, curioso, porque la primera vez me desperté con dolor de espalda, como que hubiera sido demasiado para el cuerpo. Y como rezo el rosario al amanecer todos los códigos me quedaron; sigo levantándome al amanecer, como que no he perdido los reflejos del cautiverio, y terminé sentada en el suelo y mi mamá se murió de la risa viéndome en el suelo temprano y los niños acostados en la cama”.

Betancourt dice que desde que fue liberada come de todo y nada le hace daño: “Se lanza uno sobre la comida a comer y comer y comer, todo lo que a uno le ha provocado y con lo cual ha soñado durante tantos años. Entonces dije: no puedo seguir comiendo así porque voy a reventar”. “Imagínese que yo no sé qué me pasó a mí. Yo estuve muy enferma mucho tiempo y le tenía miedo a las reacciones del hígado porque tomaba tinto y me enfermaba, cerdo y me enfermaba (...), pero no he tenido ningún problema”.

Una promesa

Íngrid se ha convertido en un símbolo de los secuestrados y las sesiones maratónicas frente a los medios de comunicación dice que son una deuda y un agradecimiento: “Para mí el tema de estar a la disposición de la prensa es una disciplina que quiero imponerme, porque soy consciente de que si ustedes no me hubieran acompañado estos años, primero probablemente no estaría viva, pero libre tampoco”. Ya libre desde el 2 de julio, Íngrid Betancourt, de 46 años, no pierde oportunidad cada vez que tiene un micrófono frente a ella y habla sobre la necesidad urgente de liberar a quienes aún están cautivos por las FARC y hace una nueva promesa:

“Yo tengo el pelo muy largo, me llega más debajo de la cintura; no es cómodo y es complicado de mantener, me obliga hacerme trenzas. Pero así estuve durante todos estos años porque quería que fuera como una prueba visual del tiempo pasado en la selva, cada centímetro de ese pelo crecido es meses de cautiverio. Decidí que no me voy a cortar el pelo sino el día que el último de los secuestrados llegue a casa, quiero marcar el tiempo de ellos como marqué el mío”, advierte Íngrid Betancourt.

Adriana Valasis, El Universal, 20 de julio.


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