Un golpe con ¿fortuna? (I)

OXNARD, California.- A Ricardo Gutiérrez nunca lo agarró la "migra"; lo tumbó el destino.

Ocurrió tres días antes de la Navidad de 2005, después del lonche de mediodía. Con 26 años de edad y un lustro de experiencia en la construcción, este migrante que ha pedido guardar su identidad en el reportaje por temor a que lo secuestren en México o atenten contra sus familiares, trabajaba aquella mañana sobre el techo de madera de una casa de dos pisos, en las colinas casi desérticas de Palmdale.

La empresa Kirk Hyatt Construction no le dio equipo de protección, pero tampoco lo pidió. Un exceso de seguridad lo hizo confiarse.

Nadie sabe por qué fue que cayó, si tropezó o se distrajo. No lo supo su hermano, que trabajaba en el otro extremo del techo, ni el supervisor de la compañía que lo trasladó al Providence Saint Joseph Medical Center, en el Valle de San Fernando.

Tampoco Ricardo pudo explicarlo cuando despertó más de tres semanas después, con el cuerpo paralizado y los ojos fijos en el techo blanco del hospital. Su inmovilidad, le informaron los doctores, se debía a una tetraplejia provocada por la fractura de dos vértebras cervicales.

No volvería a caminar. Su esposa, embarazada de ocho meses cuando se produjo la caída, había dado a luz una niña a la que tendría que contentarse con sólo mirar.

Entre tanta desgracia no pudo imaginar que, dos años después de su accidente, obtendría una de las mayores indemnizaciones laborales que se recuerdan en California, un estado donde los derechos de los trabajadores indocumentados están protegidos por la ley.



MIEDO A LA 'MIGRA'

Las gestiones del bufete Law Offices of Richard L. Francis and Associates lograron que la aseguradora State Compensation Insurance Fund (SCIF) aceptara un arreglo económico por casi 7 millones de dólares en beneficio del mexicano, pero su condición migratoria no ha cambiado; sigue siendo indocumentado.

En la casa de Ricardo, situada junto a un campo de coles, un perico ciego se pasea por la alfombra al fondo de una estancia con paredes cubiertas por fotos enmarcadas de sus dos hijos -un niño de 9 años y la niña de 2-, y cuadros baratos con estampas de flores.

Un par de sofás y un comedor son todo el mobiliario. A la izquierda de la entrada, dos amplias puertas dan acceso a la recámara; a unos pasos se ve la cocina. Lo más lujoso son las televisiones de plasma donde sigue los partidos de su equipo de futbol, el Pachuca.

A los 15 años, Ricardo cruzó la frontera hacia California. No había terminado aún la secundaria cuando "la necesidad" lo hizo agarrar camino.

"Casi todos los de mi pueblo se vienen para acá", afirma en la sala de su casa, a gusto en su silla de ruedas eléctrica. El accidente lo dejó sin habla algunas semanas, pero después recuperó la voz, clara y fuerte.

A Oxnard, la ciudad más grande del condado de Ventura, Ricardo llegó siguiendo la pisca de la fresa. Se quedó porque le pareció un sitio tranquilo, aunque el miedo de que lo "correteara la 'migra'" nunca desapareció.

"Miedo de andar afuera, de que lo agarren a uno y lo echen para México; es el riesgo que un indocumentado vive de este lado".

Cada noviembre, al terminar la cosecha regresaba al pueblo. En 1997 se casó en México, tuvo un hijo y decidió traerse a su esposa. Unos amigos lo invitaron a trabajar en la construcción.

Su sueldo, de 700 a mil dólares semanales, le permitía mantener a la familia y ahorrar, un poco para sus visitas a México y otro tanto para el "coyote", que no bajaba de mil dólares la cuota por llevarlo de vuelta a Estados Unidos, cruzando por Tecate y corriendo por los cerros.

Desde el accidente ha logrado pequeños avances que en su caso resultan gigantes. Ha recuperado un poco de movilidad en la mano izquierda, suficiente para manejar solo su silla de ruedas, y elevar el brazo derecho para responder a los saludos.

Ricardo necesita una enfermera que cada día verifique su estado de salud y un asistente que le dé terapia y atienda sus peticiones las 24 horas, ya sea comer, ir al baño o tomar alguna de sus 15 medicinas.

"En el día, a veces me acuesto, depende de cómo me sienta de cansado. Duermo, me relajo, veo la tele. Necesito ayuda para todo".



ALMA BRONCA

De los 250 mil habitantes registrados en Oxnard, cerca de 187 mil 500 son mexicanos. Según datos de la cónsul Dulce Zamora, el 30 por ciento, un número mayor a 56 mil, son indocumentados.

Los mexicanos se concentran en La Colonia, un área que inicia en el Parque del Sol, sobre la Rose Avenue, una de las avenidas principales. Ahí se habla español en los comercios y en las calles, en los parques y en la Iglesia Nuestra Señora de Guadalupe, que desde 1911 da servicio a la comunidad.

El mayor número de delitos en esta ciudad agrícola, donde las plantaciones de fresa, apio, limón, moras y jitomates se alternan con las zonas residenciales, es cometido por mexicanos.

"Somos muy bronqueros", resume Zamora -encargada de la representación de México antes de la llegada en diciembre de 2007 del nuevo cónsul, Rogelio Flores-, aunque aclara que el promedio no llega a un crimen por mes.

Para alejar a los jóvenes de las pandillas, el michoacano Francisco Tomás, de 42 años, se convirtió en entrenador de futbol. Este sábado, en el Parque del Sol, México enfrenta al VCC Juventus; son las 9:30 de la mañana y aún no ha caído el gol. "El futbol es el deporte más barato", dice. "Con un balón juegan 22, y otros 25 más se entretienen".

A los 18 años, Tomás cruzó por Tijuana a California, atraído por los dólares. Como la mayoría, llegó solo, indocumentado y sin saber inglés; luego, también como la mayoría de quienes regularizan su situación, se trajo a su familia, primero sus padres, luego sus seis hermanos.

Es así como se ha ido poblando Oxnard, cuenta Tomás, empleado en una compañía de basura. "Puro latino va a ver en La Colonia. Los güeros casi no se meten; hay más problemas con los negritos".

Buena parte de los conflictos que surgen entre "la raza" son por el alcohol. "Es la nostalgia... México es mejor, la gente es más sociable. Aquí, casi sólo se trabaja, pero allá la pasas suave; aunque no trabajes, comes, y aquí pagas carro, seguro...".

A los nacidos en Michoacán, Jalisco, Guanajuato y Zacatecas, se ha sumado en Oxnard un número creciente de mixtecos, de 10 a 15 mil.

Catalina Navarrete se crió en San Francisco Higos Oaxaca, donde se casó antes de cumplir los 15, "porque allá no hay de otra".

Aprendió mixteco con su suegra, y como el trabajo del campo nunca le gustó, insistió hasta conseguir que la contrataran como traductora en el hospital público Las Islas y desde 2003 en la Corte del condado.

La principal lucha de esta madre de seis hijos es hacer que los mixtecos que aún acostumbran golpear a sus esposas en público y en privado entiendan que Oxnard no es como su pueblo, aquí se arriesgan a una denuncia.



LO MÁS FEO

Ricardo no piensa por ahora regresar a Hidalgo. En California es donde están sus doctores y donde espera que algún día puedan operarlo.

"El doctor me ha dicho que ya están estudiando las células madre. Tal vez más adelante salga una operación que me pueda levantar de esta silla... Con la fe en Dios, que es lo importante".

La mayoría de sus familiares no sabe de su nuevo patrimonio; lo calla para evitar que vayan a Oxnard, sabiendo que los puede mantener, y para no tener que andarse escondiendo cuando vuelva a su pueblo.

De la tristeza aún no se libra. "Hay días buenos y días malos. A veces, cuando me entra la depresión, pienso en quedarme dormido y ya no despertar. Pero ver a mis hijos me da fuerza para seguir adelante".

Sólo se le desata la sonrisa cuando su hija lo toma de la mano o recuerda las gorditas y enchiladas que le preparaba su mamá cuando lo visitó en 2006.

A Estados Unidos le agradece que sus leyes lo hayan beneficiado, "es un buen país", pero le reclama el miedo que atenaza a los indocumentados.

"Esta nación nos necesita. Lo que no entiendo es por qué no nos quiere, si nosotros le damos de comer. A ver, manda un güero a que te levante la cosecha", dice el menor de los hombres en una familia de siete hermanos.

"Lo peor es que entre nosotros haya gente racista", afirma. "Porque ya tienen papeles se sienten más grandes. Es lo más feo. Se olvidan de dónde vienen, ya ni en español te quieren hablar".

Dentro y fuera de su casa, Ricardo es un hombre humilde. Parece temer que en un instante su suerte cambie, como el día del accidente. Es por eso que sólo una asistente lo ayuda, su mujer se ha convertido en su chofer, y a pesar de tener dinero más que suficiente, piensa en cómo ahorrar gastos.

"Fue el destino el que me puso de este lado. Dios es el que hace las cosas, Él sabe por qué".
Reportaje de Silvia Isabel Gámez, Reforma, 13 de abril.

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