Vive 'desprecio' por ser indígena

El día que Jacinta Francisco Marcial llegó a prisión, acusada de secuestrar a seis policías, su falda, blusa bordada y rebozo tenían rastros de lodo. La mañana de ese 26 de agosto de 2006, dice, estaba trabajando en el campo.

"Sentía mal por ser indígena... una compañera me decía que era una india mugrosa, que no querían que nos juntáramos", cuenta dos días después de ser liberada.

De los tres años que pasó en prisión, sólo hay dos recuerdos que la hacen llorar: las noches sin sus hijos y el desprecio por ser indígena de algunas compañeras de cárcel, de las custodias, de abogados particulares, del mismo sistema de justicia, que la condenó por su condición.

"Sentí mal porque llegaban a notificarme, y no sabía lo que era una notificación. Ya nomás entraba a mi cuarto, me acostaba en la cama y me tapaba en la cobija a poner a llorar porque no entendía nada. Si supiera como ellos saben, podría entender. Una vez llega el notificador, y le dije: '¿Pero qué es eso?' y me dice: 'tu abogado (particular) te va a decir', y no sabía. Me daba coraje. Si yo supiera leer, yo supiera defenderme sola".

Jacinta lleva al menos cuatro horas en entrevistas, platicando sin muestras de cansancio, como si necesitara sacar todo lo que vivió tres años en prisión, los primeros en silencio por la vergüenza que le daba estar detenida.

Platica de las primeras noches en esos cuartos fríos, de cómo hacía manualidades para cansarse y dormir en las noches, de cuando las custodias la mandaban a limpiar sus casetas, sus baños, o le decían que no tenía educación, de todas las palabras nuevas que aprendió: secuestro, custodia, apelación, sentencia.

"Una de mis compañeras me trató mal porque era indígena, porque era pobre, y eso nunca se me va a olvidar. Me sentí mal porque yo nunca juntaba con otra gente; siempre juntaba con gente de mi casa, de donde yo vivo, y me dolió mucho".

Jacinta quedó huérfana a los 2 años de edad, creció con su papá y, a los 15, se juntó con su esposo. Sacaba el día vendiendo chicharrones en las escuelas y aguas de melón, horchata, piña y sandía en la plaza de Santiago Mexquititlán, Querétaro, hasta agosto del 2006, cuando fue detenida acusada de secuestrar a seis agentes de la AFI con la única prueba de una fotografía que la captó en el lugar donde ocurrió el conflicto entre policías y ambulantes.

"Lo que viví, no fue pérdida de tiempo. Aprendí cosas que no sabía y, si no hubiera llegado ahí no hubiera sabido nada. Aprendí de conocer a un abogado particular y uno de oficio, cómo es un proceso, una sentencia, una apelación, un amparo. Aprendí a coser, a conocer otras personas que nunca pensé. Hay que vivir para saber aprender muchas cosas".

El perdón, dice, es algo que se siente por dentro de cada uno cuando ya no hay dolor, cuando uno se siente liberado de corajes, de odios. Poco a poco, se fueron yendo. Pero se le quedó una certeza: el desprecio hacia los indígenas.

"Me dijo mi familia que tocaban puertas. Pedir ayuda porque cuando llegan (los políticos) nos prometen a los pueblos indígenas, porque siempre se habla de los pueblos indígenas, pero yo siento que sólo nos usan para tener trabajo.

"En ese momento cuando yo llegué, no vi ese apoyo. Como orita, ahí en nuestro pueblo, yo sé que hay jóvenes que son bien preparados, pero no tienen trabajo aunque tengan su derecho. No les dan por ser pobres, por ser indígenas.

"Entonces, ¿cómo vamos a levantar los pueblos indígenas? Nunca se levantan porque siempre con lo mismo, con lo mismo, con lo mismo".
Daniela Rea, La Jornada, 18 de septiembre.

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