Defensores de garantías viven “la etapa más oscura"

Tres meses antes de que lo asesinaran con un disparo en la cabeza, Jesús Ricardo Murillo Monge, uno de los fundadores del Frente Cívico Sinaloense, había tomado la decisión de brindar asesoría legal a los deudos de una familia acribillada por militares en una comunidad llamada La Joya de los Martínez, en el municipio de Sinaloa de Leyva.

El cuerpo de Murillo quedó sobre el asiento del copiloto de un vehículo abandonado en el estacionamiento de un centro comercial de Culiacán, la madrugada del jueves 6 de septiembre de 2007. El homicidio, dice su hermana y cofundadora del frente, Mercedes Murillo, anunció la etapa más oscura para la defensa de los derechos humanos en el país.

“Lo que ocurre en Sinaloa es lo que pasa en todo México: hay una violación completa a los derechos humanos, y lo más grave es que esta violación la están cometiendo las mismas autoridades, y por autoridades quiero decir el Ejército. Es una verdadera tragedia”, dice.

El ataque, por cuya denuncia se cree que fue asesinado Murillo, de 66 años, ocurrió el 1 de junio. Murieron tres menores, de 2, 4 y 7 años; su madre, de 25, la tía, de 19 —ambas maestras—, y resultó herido de gravedad el padre de familia, de 29 años.

Todos viajaban por una brecha alrededor de las nueve de la noche, a bordo de una pick up roja. Una patrulla militar les salió de improviso. Adán Esparza Parra, quien conducía el vehículo, dijo haberse asustado al creer que se trataba de asaltantes. Aun así frenó metros adelante, pero los militares abrieron fuego.

La información reunida por el Frente Cívico Sinaloense resultó clave para abrir proceso a 19 de los militares que participaron en la masacre. No hubo sentencia condenatoria para ninguno, pero el caso derivó en un decreto presidencial para que miembros del Ejército sean juzgados por civiles en casos de desaparición forzada, tortura y violación sexual, dice Mercedes Murillo.

Sin embargo, lejos de entusiasmarle, el mandato le sugiere una trampa del gobierno federal. “Se trata de crímenes muy difíciles de comprobar, y por lo tanto eso es irrelevante. Lo deseable hubiera sido incluir el homicidio, que sí puede demostrarse, como ya lo hemos visto”, argumenta.

Los militares han estado presentes en la mayoría de las denuncias por violaciones a los derechos humanos, no sólo en Sinaloa, sino en el resto de las entidades en las que se concentra la mayor parte de la estrategia de combate a la delincuencia organizada, como Baja California, Chihuahua, Coahuila, Nuevo León, Tamaulipas, Michoacán y Guerrero.

“Lo que finalmente vemos es una impunidad absoluta en la garantía de los derechos humanos. En Baja California, por ejemplo, mucha gente no denuncia por miedo, desconfianza o desconocimiento de sus derechos como ciudadano”, dice Raúl Ramírez Baena, ex procurador estatal de Derechos Humanos y actual presidente de la Comisión Ciudadana de Derechos Humanos del Noroeste.

Ramírez ha encabezado en los años recientes una cruzada para denostar el arraigo como práctica cotidiana en el programa de combate al crimen organizado. Se trata, dice, de un signo preocupante que resume la condición violatoria de garantías, que indistintamente ejercen el gobierno federal y, en este caso, el estatal.

“Es una práctica totalmente ilegal, que contradice el principio de la presunción de inocencia. Ahora, primero se detiene a la persona y luego se le investiga, y a partir de allí se vienen en cascada otras violaciones a los derechos humanos, como la tortura. Y es que, aun para quienes hayan cometido crímenes aberrantes, debe existir un procedimiento judicial, porque nos regimos por un sistema de derecho”.

La búsqueda en la aplicación de ese marco legal ha costado persecución y amenazas para miembros de la comisión que encabeza Ramírez.

En 2009, varios elementos de la Secretaría de Seguridad Pública de Tijuana fueron arraigados en instalaciones de la II Zona Militar. El entonces secretario de la Policía, Julián Leyzaola, auxiliado por miembros del Ejército, logró que se declararan culpables de nexos con narcos a base de tortura.

La hija de uno de los acusados, Blanca Mesina, y la abogada y activista de los derechos humanos Silvia Vázquez, debieron refugiarse en Washington, tras ser amenazadas de muerte.

“Han habido exhortos de distintas instancias nacionales e internacionales por estos casos. Incluso la Oficina del Alto Comisionado de la Organización de las Naciones Unidas ha expresado su preocupación por lo sucedido, pero no se logra ablandar a las autoridades y mucho menos hacerlas que cumplan con sus deberes, que en este caso sería el de preservar los derechos ciudadanos”, dice Ramírez.

Baja California es una de las entidades con mayor registro de desapariciones forzadas. Detrás de la mayoría de ellas, afirma Miguel Ángel García Leyva, presidente de la Asociación Esperanza contra las Desapariciones Forzadas y la Impunidad, están involucrados militares y policías.

“El argumento de las autoridades siempre será el mismo: que las víctimas andaban en malos pasos, que eran delincuentes. Les sacan antecedentes penales o, si no los tienen, se los inventan. Esta es quizá la más grave violación a los derechos humanos, porque se les desaparece sin llevarlos jamás ante un tribunal donde se demuestre que son realmente criminales”, dice.

García inició la defensa de los derechos humanos en su natal Sinaloa, a finales de los 70. Desde entonces, cuatro compañeros suyos fueron asesinados por su activismo. A Mexicali, donde está la sede de Asociación Esperanza, llegó hace nueve años. Desde entonces ha sufrido más de seis atentados, tanto él como su familia. Es el precio que se paga ahora por la prevalencia de las garantías individuales, dice.

A mil kilómetros de distancia, en Ciudad Juárez, otros activistas han corrido con menos suerte.

La mañana del domingo 3 de enero de este año, hombres armados dispararon a la cabeza de Josefina Reyes, integrante de una familia con larga tradición en la defensa de los derechos humanos en el Valle de Juárez.

Ex regidora del PRD en el municipio de Guadalupe Distrito Bravos, Reyes encabezó marchas y plantones para repudiar la presencia de militares y federales en la zona agrícola, debido a casos de allanamiento, desaparición forzada, tortura y asesinatos que buena parte de los ciudadanos les atribuyen.

Dos de sus hijos fueron víctimas, uno de desaparición forzada y otro de asesinato. Por su activismo, Reyes recibió amenazas de muerte en al menos tres ocasiones y su vivienda fue allanada por el Ejército. Fue asesinada a pesar de que organismos como Amnistía Internacional habían señalado a las autoridades mexicanas la indefensión y el grave riesgo que corría.

“La muerte de Josefina fue indicador de que las cosas no van a cambiar. En Juárez todavía pueden verse a grupos armados matando a gente desarmada, y las violaciones a los derechos humanos las siguen cometiendo la Policía Federal y el Ejército. No hay quién se les oponga, nadie dentro de los gobiernos estatal o municipal”, dice Cipriana Jurado, directora del Centro de Investigación y Solidaridad Obrera, quien vive exiliada —desde julio pasado— en el norte de Estados Unidos.

Jurado acompañó a Reyes en todas sus protestas y documentó la desaparición forzada y posterior asesinato de Saúl Becerra Reyes, un trabajador detenido por militares —en octubre de 2008— junto con otros cinco jóvenes. Todos, excepto Becerra, fueron presentados ante el Ministerio Público Federal. Los restos del trabajador fueron descubiertos, en mayo de 2009, en Palomas, muy cerca de donde se descubrió un cementerio clandestino con los restos de 20 individuos a finales de noviembre.

“Después de comprobar que el Ejército se llevó y asesinó a Saúl, las cosas se pusieron verdaderamente difíciles: comenzaron las amenazas, las intimidaciones, y yo debí salir de mi país para garantizar mi vida y las de mis hijos”, dice Cipriana en entrevista vía telefónica.

Durante 2008, el centro que dirige, en conjunto con otros organismos civiles y la visitaduría de recepción de quejas de la Comisión Estatal de Derechos Humanos, registraron 5 mil casos de tortura, la mayoría atribuidos a militares y policías federales.

Sin embargo, la presidencia de dicha comisión declaró lo contrario en un informe al entonces gobernador, José Reyes Baeza. “Tengo el honor de decirle, señor gobernador, que en Chihuahua no hay ningún caso de tortura”, dijo José Luis Armendáriz, el presidente del organismo.

“En este país todos los días se violan derechos ciudadanos. Se viola el derecho al libre tránsito, el derecho ciudadano a no ser molestado en su persona o en su propiedad y, en el caso concreto de Ciudad Juárez, entre marzo de 2008 y abril de 2009 se estableció de facto un estado de excepción sin que la CNDH o la Cámara de Diputados dijera nada, por cobardes o por cómplices”, dice Gustavo de la Rosa Hickerson, visitador a cargo de la mesa de recepción de quejas de la CEDH.

De la Rosa lleva 14 meses viviendo en El Paso, Texas. En Juárez despacha desde hace medio año en un búnker dentro de la Procuraduría estatal, custodiado en todo momento por una docena de agentes federales. Pese a todo, se siente vulnerable. “Mientras persista el estado de corrupción e impunidad, nadie está a salvo”, dice.

“Lo que vemos en México es un franco retroceso en materia de derechos humanos”, comenta, a su vez, Consuelo Morales, directora de Ciudadanos en Apoyo a los Derechos Humanos (Cadhac), en Monterrey. Concluye que “la vida de muchos mexicanos está, por lo tanto, amenazada”.

Morales coincide con el resto de los derechohumanistas en el registro de mayores atrocidades a partir del inicio de operaciones militares y federales en su combate contra la delincuencia organizada. Sus registros indican que en la zona metropolitana de Monterrey se han denunciado 280 desapariciones forzadas este año, pero ella cree que pueden ser fácilmente 2 mil.

“La policía perdió credibilidad, pero también sabemos que los militares están involucrados en muchos de estos casos, así que esto nos da idea de la magnitud del problema. No hay freno en la corrupción”, se duele.

Es la misma conclusión de Raymundo Ramos, presidente del Comité de Derechos Humanos de Nuevo Laredo: “Lo hemos reiterado durante mucho tiempo: el Ejército y la Policía Federal están implicados en muchas de las desapariciones, tortura y asesinatos, y mientras no se combata la corrupción, las cosas difícilmente cambiarán”.

Ramos asesoró, en su condición de presidente del comité, a familiares de tres jóvenes detenidos por militares en marzo de 2009, cuyos cuerpos fueron encontrados un mes después en un ejido al norte de Nuevo León.

Por este caso, 12 integrantes del Ejército quedaron bajo proceso, algo que no pudo lograrse tras el asesinato de los niños Martín y Brayan Almanza, de 5 y 8 años, respectivamente, muertos, aseguran sus padres, por ráfagas y granadas descargadas por una patrulla militar en la autopista Nuevo Laredo-Reynosa, en abril de este año.

“Asumir la defensa de los derechos humanos es una gran responsabilidad y entraña enorme riesgo”, dice Ramos, quien ha sido amenazado por militares en al menos dos ocasiones y ya sufrió el allanamiento y robo en su vivienda. “Pero si no asumimos el compromiso, este país se pondrá peor. Estaría mucho peor”, concluye.
Ignacio Alvarado Álvarez, el Universal, 10 de diciembre.

0 Responses to "Defensores de garantías viven “la etapa más oscura""