'¡Póngase las botas, que lo voy a sacar!' (III)

Mientras Martha, su mujer, acumulaba a diario la energía para seguir guiando a la familia y buscando apoyos para intentar obtener la liberación de su marido, las fuerzas de Óscar en la selva iban menguando. Ya habían pasado casi ocho años de su confinamiento, del eterno éxodo por dentro del bosque, sin ver el Sol, empapado por la perenne lluvia, arrastrándose muchas veces por el fango por no poder caminar. Sin que él ni ella lo supieran, llegaba la última etapa del calvario.

"Mi ánimo se fue deteriorando, la salud, las fuerzas. La desnutrición aumentaba... y el estado de mis pies también empeoraba. Tuve una enfermedad en los ojos que casi me deja ciego. Aunque no tenía paludismo, seguía con fiebre.

"Cuando llegó el nuevo comandante, a quien todos le llamaban "Isaza", las cosas parecieron empeorar. Era de la línea dura de la guerrilla y tenía experiencia en el campo de batalla. Lo habían mandado para reforzar la disciplina del grupo, ya que el Ejército estaba muy cerca. Tiempo atrás había perdido un ojo y se le había desfigurado la cara en un enfrentamiento con los militares.

"Durante tres meses, prácticamente, no me dirige la palabra. Por el contrario, me trata de una manera casi brutal, no porque me diga palabras groseras o soeces, sino por la indiferencia, por el trato, por la manera... de sus procedimientos; era lo que más duro me daba.



Ya era octubre de 2008. Tres años antes, en 2005, un guerrillero había desafiado la ley del silencio con el prisionero. Se había acercado a él y, casi en secreto, le había propuesto fugarse juntos del campamento. Óscar recuerda ese momento de tensión...



"Se acercó a donde yo dormía y me dijo, casi en secreto, en medio de la oscuridad absoluta: '¡Lizcano!¡Lizcano! Póngase las botas, que yo lo voy a sacar, que el Ejército está muy cerca'.

"Se llamaba 'Ares', tenía unos 14 años y estaba de guardia en ese momento. A mí me dio miedo. Entré en pánico. Me paralicé. Pensé que una fuga era imposible. Hasta pasó por mi cabeza que era una trampa porque yo no me llevaba muy bien con el comandante en turno. 'Me traigo dos fusiles, dos granadas, un radio', me dijo tratando de que me animara. Yo le dije al muchacho: '¡Olvídeselo!'. Entonces, él decidió ir solo. Después supe que 'Ares' había topado con el cordón de seguridad guerrillero. Alcanzó a lanzarles una granada que no explotó y entonces lo capturaron y, allí mismo, lo fusilaron".



La tarde del 20 de octubre, la columna de guerrilleros y el prisionero Óscar Lizcano (o lo que quedaba de él), llegaron al lugar donde establecerían el campamento. Para variar, lloviendo. El rehén, quemando sus últimas energías, sin fuerzas, con los pies dolidos. Estaba tan mojado por la lluvia que buscó su ropa seca para cambiarse. Sin embargo, sus dos mudas de "interiores" estaban sucias, llenas de lodo. Levantó la mano y se dirigió al comandante "Isaza" para pedirle permiso para ir al hilo de agua que corría más abajo y lavar allí su ropa interior.

Sólo recibió el regaño de "Isaza" quien, con toda energía, le denostó delante de la tropa. "¡Viejo! ¡Usted no entiende! ¿Cree que puedo mandar a dos camaradas a cuidarlo cuando estamos armando el campamento?"...

Óscar se sintió herido en su amor propio, que todavía existía escondido en su cuero harapiento.

Al rato, aún enojado, escucha la invitación que le hace "Isaza" con la caja de ajedrez en una mano: "¡Viejo! ¿Jugamos?".

"Casi le digo que no. Pero, al final, acepto. Yo siempre jugaba con las blancas, y él, con las negras. 'Vaya poniendo las piezas en el tablero', me dijo.

"Cuando estaba poniendo la última ficha, la torre, se me acerca y me dice: '¡Viejo! Prepárese psicológicamente que lo voy a sacar. ¡Usted aquí se va a morir! ¿Está fuerte para marchar?'

"Me paré con las ganas que da la libertad y le dije, con mi cuerpo lo más firme posible: '¡Míreme! ¡Estoy fuerte! ¡Claro que estoy fuerte!'".

Esa noche el comandante "Isaza" hace los turnos de la guardia, como siempre. Pero esta vez en el turno de las 9 de la noche se apunta él solo, ignorando el esquema de guardia de dos elementos en cada turno que había siempre. Y, a la hora de acostarse, tampoco le retiró el par de botas de caucho del prisionero, algo que siempre hacían como una medida para evitar la fuga.

"Yo me acosté y empecé a orar, y a orar, muy tranquilo. 'Aquí, si es una trampa me la juego... Esto ya se me definió', me decía".



A las 9 de la noche. "Isaza" llegó a donde estaba yo y me dijo: "¡Viejo, coja las botas que nos vamos!".

Cuando se le pide que recuerde cómo fueron esos primeros pasos apresurados, enredados entre la oscuridad y los árboles, con el debilitado corazón latiendo como el de un potro joven, Óscar Lizcano se ahoga y sus ojos se llenan de lágrimas y sólo atina a decir casi entre sollozos... "Duro... duro...muy duro. Era mi vida, mi familia...", alcanza a murmurar.



Resulta extraño en esta historia, que un hombre duro como "Isaza", tan apegado a la lucha guerrillera durante 16 años, decidiera romper su fidelidad a la causa. Lizcano lo atribuye a la casualidad que el destino siempre prepara. Resulta que en sus campañas políticas había ayudado con la construcción de una vivienda, sin saberlo, claro, a la madre del que sería su carcelero. En alguna ocasión, la mujer se lo había dicho a su hijo y le había pedido cuidarlo.El guerrillero nunca le había dicho nada a Lizcano. Además, el gran amor de "Isaza" había desertado de las FARC meses atrás y quería estar con ella cuanto antes.

"En los primeros momentos yo me le pegué. Me agarraba a él para caminar en la oscuridad de la selva. Él era un hombre fuerte. Llevaba un fusil, una granada y un radio... Estaba dispuesto a hacerse matar.

"Lo único que me pedía en esas noches de fuga era que no lo fuera abandonar una vez que llegáramos con el Ejército. 'Viejo, no me abandone. Si usted me abandona, me mata el Ejército'. 'No, tranquilo... Yo te debo tanto que lucharé por tu causa para que el Gobierno no te vaya a cobrar mi secuestro', le decía. En el camino llegué a ofrecerle varias cosas para que no me fuera a dejar allí. Temía que de pronto me abandonara porque iba lento y era una carga. Le ofrecí una operación en su cara y en su ojo, un trabajo... 'No, viejo. Vamos hacia la libertad. No me prometa nada', me dijo".



La ventaja de caminar con el guerrillero era que sabía hacia dónde iban en el laberinto de altos árboles, siempre en la oscuridad.

"Cuando nos escondíamos durante el día, me decía: 'Viejo, no respire tan fuerte' y 'no haga trillo (huellas)'. Vimos pasar 30 guerrilleros a pocos metros como perros buscando la presa.

"No llevábamos ningún alimento, así que caminábamos sin comer nada. En un momento, me sobresalté y le hice saber a 'Isaza' mis temores de que los guerrilleros nos salieran a cortar la huida. 'Tranquilo', me dijo él. 'Yo me traje las piezas del radio'".

Y llega la tercera noche...



"Comandante, yo tengo mucha sed", le digo.

"'No, por aquí no hay agua. Tenemos que bajar'".

"¿Tiene cinco minuticos de descanso?", le pido.

"'¿Qué prefiere usted: cinco minutos de descanso o perder la vida en esos cinco minutos?'.

"Entonces, yo me animaba y me le pegaba a su paso.

"Así llegamos a un lugar que había agua y tomamos y quedamos muy animados. Pero, entonces, vino la mala noticia. 'Viejo, todo lo que bajamos, tenemos que subirlo antes que sea demasiado tarde y nos topemos con algún grupo. ¿Ve esa lomita? Hay que subirla y, una vez que lleguemos arriba, nos tiramos y estamos de nuevo en la selva'.

"Terminé subiendo la lomita en cuatro patas y me dejé caer. Estaba todo embarrado. Ya no podía con mi cuerpo.

"'¡Vamos, viejo, vamos, que nos queda un kilómetro y ahí está esperando la libertad de los dos!'.

"Vi un potrero que nunca había visto. Vi el Sol en todo su esplendor.

"Me dio como un ataque de epilepsia, una taquicardia, un temblor y me arranqué a llorar pensando en mi mujer, en mi familia.

"Entonces, 'Isaza' me levantó y me dijo: '¡Viejo! Agárrese de mí para que el Ejército me vea que yo le estoy ayudando'".

Estaban en la ribera de un río muy caudaloso. Al otro lado había un caserío y un puesto militar. Era la primera ocasión en ocho años que Lizcano veía algo parecido. Y por supuesto que se puso a gritar con todas sus ganas, con las pocas fuerzas que le quedaban... "¡Ejército! ¡Ejército! ¡Soy Lizcano! ¡Soy Lizcano!".

Pero nadie salía. Sólo había una canoa solitaria en la otra orilla.
Homero Fernández, Reforma, 17 de febrero.

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