El desdén a los derechos humanos

La observancia y el pleno respeto de los derechos humanos han dejado de ser elementos de la agenda política, no sólo para la administración Federal, sino también para sus opositores.



Cuando el Presidente Calderón ha sido cuestionado en torno a las constantes amenazas a los derechos humanos por parte del Ejército, ha argumentado que la mayor amenaza a los derechos humanos es el crimen organizado. Esto es un claro intento por minimizar o trivializar los abusos cometidos por las autoridades en contra de la ciudadanía.



Así, el desdén a los derechos humanos no sólo se refleja en las constantes violaciones de parte de autoridades civiles o militares (en lo que va de la presente administración se han interpuesto más de dos mil 200 quejas ante la CNDH en contra del Ejército), sino también en un marco legal que abre claramente el espacio a las violaciones de los derechos y garantías fundamentales de la ciudadanía.



Y es que algunas de las reformas Constitucionales aprobadas el año pasado en materia de seguridad pública y justicia penal han dado pie a más abusos por parte de las autoridades y a que la seguridad esté siendo utilizada de manera facciosa por parte del Gobierno Federal, so pretexto de la lucha contra el crimen organizado.



Dos son las figuras legales que preocupan: el arraigo y la extinción de dominio.



El arraigo permite a las autoridades decretar la detención de una persona (vía solicitud del Ministerio Público a un juez) por un máximo de 80 días, sin que haya una orden de arresto. La intención es que las autoridades cuenten con tiempo para reunir las pruebas necesarias para investigar los delitos generados por la delincuencia organizada, que es el tipo de delincuencia a la que fue delimitada esta figura legal.



Sin embargo, los problemas han comenzado a suscitarse a partir de que las autoridades han abusado del uso de la figura de testigos protegidos, quienes desde el anonimato se han convertido en el origen y sustento de la gran mayoría de los arraigos, como es el caso de los que han tenido lugar en semanas recientes en Michoacán.



Un delincuente anónimo, protegido por las autoridades, da información que señala a alguien como responsable de delitos atribuibles a la delincuencia organizada y sólo con su testimonio es suficiente para ordenar un arraigo.



De acuerdo con cifras difundidas por la propia CNDH, de cada 100 arraigos sólo 10 son consignados ante la autoridad jurídica, es decir, una efectividad de sólo 10%. Se trata claramente de una medida que expone a la ciudadanía a las de por sí usuales vejaciones de policías y militares, sin mayor sustento que el señalamiento de un delincuente convertido en testigo protegido.



Por otro lado, la extinción de dominio tiene por objeto afectar la estructura operativa, financiera y comercial del crimen organizado, al permitir al Estado apropiarse de propiedades rentadas por supuestos delincuentes. Esta acción legal podrá llevarse a cabo incluso cuando no se haya emitido aún sentencia condenatoria firme contra el arrendatario del inmueble.



Cabe la posibilidad, por ejemplo, de que una persona le rente una casa o un departamento a otra, sin saber que la intención es llevar a cabo actividades relacionadas con el crimen organizado en dicha propiedad. En ese caso, el arrendatario perdería su propiedad y estaría sujeto a proceso, por haber rentado su inmueble a un delincuente sin saber que lo era.



Desde luego hay quien considera que los abusos originados por estas reformas son una condición menor ante el reto de combatir el crimen organizado. El detalle es que hoy la sociedad no sólo está ante la amenaza permanente de la delincuencia y ante las consecuencias de una estrategia basada en la confrontación violenta, sino que también debe hacer frente a las licencias legales que militares, policías y demás autoridades (cuestionables en ética y grado de capacitación) han obtenido para efectuar acciones como el arraigo y la extinción de dominio.



Son situaciones ante las que la oposición únicamente guarda un pasmoso silencio. Tal es el estado de nuestra democracia.
Marco Alcántara Jiménez, Crónica, 27 de julio.

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