Martina prepara dos veces por semana corazones de nopal: “Les quito toda la orilla y dejo lo más durito para preparar en caldillo”.
Dice que sin el “corazón de su Beto”, quien desde hace tres años trabaja en California, se conforma con los corazones de las nopaleras, abundantes en la comunidad de nombre paradójico: México Nuevo.
—Pero de nuevo, aquí no tenemos ni la conciencia —dice doña Cuca Frausto, de 30 años y cuatro hijos.
Así son las nostálgicas: mujeres de entre 28 y 33 años, con cuatro o cinco chiquillos. Y prefieren no hacer cuentas del tiempo, porque en algunos casos sus hijos menores nacieron mucho después de la partida de sus esposos a Estados Unidos.
Caminantes por necesidad, física y emocional. De quelite en quelite escudriñan sus almas, no son las mismas que por las tardes se encierran en sus casas abrumadas por la soledad, a la espera cotidiana del anochecer.
En el campo recuerdan a sus hombres a ritmo de carcajadas, “se burlan de las gringas”, que por las noches aparecen como dardos de recelo y hasta discuten de política y rivalizan por los programas sociales que ayudan a unas e ignoran a otras.
—En mi casa sí comemos pollito cada 15 días, cuando nos dan los 490 pesos del gobierno y cuando llega lo de mi “Otavio” —presume doña Hortensia Padilla, cuyas únicas noticias del esposo en dos años son cheques quincenales de entre mil 500 y 2 mil pesos.
—Eso, a las que les dan, pero a las que no, nomás nos saboreamos, agarramos la servilleta y nos limpiamos la boca de nada —remilga doña Erika Ventura, madre de tres niñas. Más que por haber sido olvidada en el programa, reprocha la burla de hace dos años, cuando representantes panistas le pidieron el voto a cambio de una beca para Karina, quien hoy cursa el sexto grado de primaria y aún espera la promesa.
“No le han cumplido, vienen a reírse de la gente pobre. Supimos que en las elecciones del 2006 pagaron el voto en otros ranchos, aquí nos contentaron con “topercitos” y prometieron darles beca a los hijos. Les dimos el voto y pa´ qué, solo para verlos pasar en sus avionzotes”.
—Mi niño, el grandecito, hasta llora de coraje y tristeza porque no le mandan nada —dice doña Carmela.
—A los míos les llegó una vez y hasta les compré zapatos nuevos, ahora andan con puros de segunda —platica doña Esther González.
Y es ella, Esther, quien encamina la charla silvestre, primero a los suspiros luego a las rabietas.
“Si supieran ellos que aquí la pasamos mal… Ni se han de acordar de nosotras”.
Todas la escuchan, silenciadas por la aflicción.
“Los hombres se van y ya no vuelven, allá se juntan con una güerota y a uno ya ni la pelan”.
—No es cierto, mi “Otavio” no es como los otros —respinga doña Hortensia.
—Ni siquiera sabes en qué trabaja ni dónde, y menos con quién duerme —hiere Esther.
—Me manda cada quince…
—Pero el dinero no es amor.
—Estamos ahorrando para luego estar juntos.
—Y mientras, la cama está fría…
—Al menos a Hortensia le mandan sus centavos, a mí ni un peso siquiera, acá me las arreglo juntando nopalitos y pidiendo prestado a mis suegros o a mis papás para comprar las tortillas. Frijol y maíz ya no tenemos y ayer me quedé sorprendida porque mandé traer un kilo de arroz y me lo daban a 14 pesos, ¿de dónde? Y la manteca la dan en 20 —cuenta doña Carmela.
—No se agüiten, dicen que las gringas son unas vaquetonas —interviene Martina para detener el tiroteo—, no saben trabajar ni son aguantadoras como nosotras, que nos partimos el alma para sacar adelante a los hijos.
—Allá ellos si no saben valorarnos —se resigna doña Erika mientras se descubre el rostro antes ataviado con una gorra guadalupana—, porque acá somos chingonas…
Y entonces se animan.
“Si de menos hubiera algo donde uno se arrimara a trabajar. Preferiríamos que el gobierno no diera nada, pero que creara una empresita aquí cerca donde nos aceptaran”, suspira Cuca.
“Siquiera que nos ayudaran con semillas de frijol o maíz, nosotras mismas las sembraríamos para sacar algo —alucina Martina. Tenemos ganas de trabajar, porque somos mujeres luchonas, sabemos de todo: plantar, tumbar, algo que nos permitiera no descuidar tanto a los niños.
“Hasta de albañiles le entraríamos, entre mi esposo y yo hicimos nuestra casa antes de que se fuera, no le tenemos miedo a nada, no estamos metidotas en las casas por gusto, si no porque afuera no hay movimiento, no hay dónde sacar de perdida un quinto”, dice Hortensia.
—¿Y en el campo no las aceptan?
—Yo me fui unos meses, pero el campo está muy lejos y deja uno a los hijos abandonados, creciendo a la buena de Dios.
—¿Y usted? —se pregunta a la más callada, Elena Sandoval, una mujer de 30 años que por la piel marchita parece de no menos de 40.
—Yo vendo churritos, duritos, mangonadas —dice al fin.
—¿Qué son los duritos?
—Pues duritos, a los que se les echa repollo, aguacate, tomate, cueritos, salsita…
—¿Y cuánto gana al día?
—Nomás pa´ las tortillas, porque la gente no tiene dinero para comprar.
Elena es una de las dos mujeres del grupo cuyo esposo no vive en Estados Unidos. “Él trabaja en el campo, sí, se fue un tiempo, pero como no sabía leer ni escribir no la hizo, solo juntó para pagar lo del “coyote” y se vino, más pobre y triste que cuando se fue y sin un solo peso, antes diga que llegó.
La otra es doña Margarita Martínez, quien hoy se ha quedado en casa. Es el día de la semana en que prepara pan ranchero en su viejo horno de piedra. Y allá, al pan, van los pasos.
Se alegra ella de ver a las amigas nostálgicas, a las solitarias con sus bolsas de quelites y nopales, pero pide no preguntar nada sobre su oficio de harina y canela, “porque mi viejo se enoja si hablo con desconocidos y más si presumo lo del pan”.
Y ya: es hora de regresar a la escuela. Después, otra vez al encierro y a la soledad.
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