El infierno del sueño americano

La migra apresó a los tres hombres en un área de descanso en Florida y los acusó, sin que ellos los supieran, de portar documentos falsos e intentar ingresar en una zona de alta seguridad; su único delito, sin embargo, fue detenerse a tomar un refrigerio, como lo hacen muchos, y ser parte de los 10 millones de indocumentados mexicanos que trabajan en Estados Unidos.

No era verdad que traían papeles apócrifos, sino una licencia de manejar, en un caso, expedida en Carolina del Norte, además de una credencial de elector. Tampoco —esto se sabría después — intentaban traspasar una zona de alta seguridad; sólo se detuvieron a descansar y a tomar un café en medio de un viaje de trabajo.

De ahí, esposados, fueron trasladados a un centro de detención; les fueron confiscadas sus identificaciones, dinero y tarjetas de débito, en las cuales sus patrones depositaban los salarios. En las cárceles, donde había indocumentados de varios países, atestiguaron humillaciones.

Oyeron relatos como el de unos pasajeros que, a punto de viajar a México, fueron detenidos en la sala del aeropuerto. O la de algunos paisanos que vienen de regreso por carretera y son asaltados por agentes policiacos.

(En estos casos es común el decomiso de vehículos y pertenencias, y que los migrantes sean detenidos, como un padrino chilango que perdió el vestido de una quinceañera. )

O los gritos del guatemalteco que, trastornado, se movía en el pasillo; o el del zacatecano que, para mitigar sus penas, entonaba taciturnas letras y fue reprendido por un guardia para luego sentir el taconeo cerca del pescuezo, seguido de un insulto:

— ¡Cállate y trágate la bota!

O el bufido de otro:

— ¡Tráguense la comida, perros!


***



Un día de hace 12 años, Rommel jaló con su esposa y hijo de 12 meses hacia Estados Unidos, debido a la falta de trabajo en su estado natal, Guerrero. Después sus dos hijos mayores marcharon en busca de lo mismo.

Uno de ellos, profesor de primaria, alcanzó a sus padres, porque aquí no había plaza para él. Lo siguió el recién egresado de ingeniería con la idea de comprar un aparato de medición. La madre y el hijo menor regresarían a mediados de 2007.

En México se quedaron dos: la hija (única mujer ), que obtuvo trabajo en Tlaxcala, y su hermano menor, estudiante de arquitectura, quien pronto terminará su carrera y acaba de ganar una beca para ingresar al Tec de Monterrey.

El padre y sus dos hijos tenían pensado retornar al país en diciembre pasado, pero fue detenido; no obstante, pudo comunicarse con ellos y ordenó que empacaran y se fueran, pero cuando llegaron al Estado de México, después de la extensa travesía, dos patrulleros los extorsionaron en Toluca.

Los muchachos suplicaron que los dejaran llegar a casa, en Guerrero; se defendieron y discutieron. Nada. Les exigían mil dólares; soltaron 500.


***



Rommel ingresó a Estados Unidos por Piedras Negras, Coahuila, el 18 de marzo de 1996. En Chicago estuvo un año. Trabajó de mecánico. De ahí viajó a Winston Salem, Carolina del Norte, y más tarde a Virginia, donde trabajaba en una tabacalera. Ganaba 500 dólares a la semana.

Un año después llegó su esposa, quien se empleó en una fábrica de calcetas por siete dólares la hora. Dejaba al niño en un centro religioso. Luego rentaron un cuarto en 300 dólares. Él trabajaba haciendo puertas y ventanas; ella, en una empaquetadora.

También laboraron en fábricas de cajas de cigarros y ensambles de escritorios, empaquetadoras de bolsas para correos y manufactura de tapas para tambos de basura. Para obtener estos empleos recurrían a agencias de colocación, que ganaban casi la mitad de lo que ellos recibían de salario.

Rommel recuerda que los latinos eran más eficientes en el trabajo que los estadunidenses y aun que los afroamericanos, pues mientras éstos realizaban su labor en seis horas, los mexicanos la hacían en dos o tres.

Mientras la mujer se quedó en Carolina del Norte, su marido iba a la del Sur. Años después, ella y el niño (de 12 años) regresaron a México. Él se trasladó, junto con sus dos hijos, a Boyton Beach, Florida, donde laboraron como pintores de brocha gorda en una tratadora de aguas negras.

Hasta que el 26 de noviembre pasado lo detuvieron a él y a dos paisanos más. Regresaban a Tampa. Habían ido a cobrar algunos cheques. Bajaron de su auto, un Civic de cuatro puertas, a tomar café en una plaza y al salir los apresaron.

Los llevaron a un centro de detención. Había ahí 600 indocumentados y otras personas que habían cometido delitos graves. El 5 de diciembre los enviaron a San Antonio, Texas, en un viejo avión. Las celdas eran peores.

Comían frijoles, hojuelas de maíz con leche, pan a medio cocer, atole picoso y espagueti. Había ventiladores, pero no funcionaban, y emanaba pestilencia de los baños. Los resguardaban policías “buenos” y “malos”.

—¿Qué te decían los malos?

—“¡Tráguense la comida, perros!” Un paisano de Zacatecas decía: “No tenemos reloj, pero yo les voy a cantar a las cinco de la mañana, a las 12 del día y a las seis de la tarde”. Una vez cantó a las 9 de la noche. Llegó un policía, le puso la bota en el cuello y gritó: “¡Cállate y trágate la bota!”

—¿Y la migra?

—Ellos llegaban a supervisar. Por eso algunos presos, a cambio de comida extra, trapeaban rápido. Uno fregaba el piso y los baños, y con el mismo trapo se limpiaban las mesas del comedor.

Ahí pasaron el Año Nuevo.

Le permitieron hablar al consulado de México en San Antonio, pero en esa sede diplomática dijeron que no podían hacer nada, porque era “un ilegal”.

El 8 de enero fue presentado ante el juez. Éste le preguntó si quería ser deportado, contratar un abogado o un defensor de oficio. Le dijo que él mismo se representaría. Le preguntó si tenía problemas en su país de origen; dijo que no. Le preguntó que adónde quería ir. Le respondió que a México, su país de origen.

Lo liberaron. Le entregaron su tarjeta de débito y 260 dólares, pero no su credencial de elector ni la licencia de manejo. Rommel, el intrépido, fue llevado a la frontera y de ahí, ya en el lado mexicano, abordó un taxi a la central camionera.

Había planeado regresar a México en diciembre y nunca más regresar a Estados Unidos, pero el plan falló. Cuando llegó a su casa de Guerrrero, una madrugada, estuvo a punto de desmayarse. Estaba cansado. Había perdido 15 kilos de peso.
Crónica de Humberto Ríos Navarrete, Milenio, 22 de febrero.

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