Decenas de miles corean en el Zócalo el reclamo: “¡si no pueden, renuncien!”

A la hora programada, y a pesar de que los desesperados se habían adelantado con las estrofas cuatro o cinco veces, se canta el Himno Nacional, se apagan las luces de Palacio Nacional, los marchistas batallan para mantener encendidas sus veladoras, doblan las campanas de Catedral y el enorme sapo que Alejandro Martí soltó hace unos días se apodera del corazón del país: “¡Si no pueden, renuncien!”

El enorme sapo de Martí, que la clase política tragó –con una excepción– sin hacer gestos, es el grito más coreado en una marcha que, según los organizadores, sería silenciosa, saldría a las seis de la tarde en punto y haría su recorrido del Ángel de la Independencia al Zócalo sin ninguna pancarta.

Ninguna de las previsiones de los organizadores se cumple. Entre 80 y 200 mil personas, según diversos reportes de la Secretaría de Seguridad Pública local, avanzan por Reforma, pasan al lado de la Alameda y llegan a la Plaza de la Constitución a la hora y por la ruta que quieren; cargan mantas y cartelones, y se solazan lanzando la advertencia de Alejandro Martí a gritos rítmicos y persistentes: “¡Si no-pue-den, re-nun-cien!”

Con el Zócalo a oscuras, los marchistas, vestidos de blanco, alzan sus veladoras, linternas y celulares, celebran con una ovación las campanas de la Catedral y siguen con el segundo y el tercer gritos de la tarde noche: “¡México quiere paz!” y “¡Sí se pudo!”

La marcha de la indignación y la mano dura

Antes de la cita, los tempraneros comienzan a dejar sus automóviles en las calles aledañas. Otros, previsores, toman el Metro; una aventura para muchos de los asistentes, si nos atenemos a su evidente falta de pericia en el transporte público. “¿Segura que es en Sevilla?” –pregunta una marchista de blanco a otra. Se bajan en Insurgentes.

En las salidas del Metro, avezados vendedores ambulantes ofrecen banderitas blancas, con leyendas e imágenes que recuerdan aquel “Yo voto por la paz”, de Ernesto Zedillo.

Los marchistas llegan en grupos de amigos y familiares. La ropa, los fenotipos, evidencian una marcha, como define una muchacha, “de clase media para arriba”.

Para algunos es la primera vez, pero la mayoría de los consultados estuvieron aquí en 2004.

Rodrigo Castañeda –joven de San Miguel Chapultepec, quien a tono con los tiempos se enteró y decidió participar gracias a Facebook– avanza por la Diana con dos demandas: legalizar las drogas, para acabar con las mafias del narcotráfico, y pena de muerte para los autores de delitos graves.

La exigencia de pena de muerte, que se repite en carteles, mantas y globos blancos, es una de las más socorridas por los manifestantes que colocan veladoras, casi todas de la misma marca, en la escalinata del Ángel de la Independencia. “Estamos hasta el copete de que no haya seguridad”, dice un hombre calvo y grandote que pone su veladora. También vino en 2004, pero a la pregunta de qué se logró con aquella marcha responde entre risas: “no sé, no sé”.

En cambio, el ingeniero Carlos Álvarez, un hombre maduro, tiene una explicación: dice que la estrategia del presidente Felipe Calderón sí funciona porque ha cerrado la puerta a los narcos, cuando otros gobiernos negociaron con ellos. Y dice que no funciona porque los narcos se están dedicando a otros negocios, como el secuestro.

El ingeniero Álvarez también tiene una solución: “colgar de los huevos a las cabezas, pero no El Chapo Guzmán y otros, sino los verdaderos jefes”.

En otro extremo del Ángel, el constructor Enrique Nates, acompañado por familiares y amigos, sostenía una manta igual de ruda que la opinión anterior: “Reiteramos: que nos gobiernen, juzguen y cuiden las putas, ya que sus hijos nos han fallado”.

Nates no resiste la primera pregunta: “es una catarsis, es sólo decírselos en sus caras. Ya sabemos que no van a hacer nada, no les creemos”.

Nates votó por Vicente Fox, por Andrés Manuel López Obrador para jefe de Gobierno y por Felipe Calderón: “siempre la riego en grande”, dice, antes de proponer un registro ocular y dactilar de todos los servidores públicos, y algo más: que a los secuestradores sorprendidos in fraganti se les ejecute ahí mismo, sin más trámites.

–¿Como don Porfirio, primero mátenlos y luego virigüan?

–Así, exactamente.

“¿Por qué no todas las víctimas son escuchadas?”

No todos, claro, vienen poseídos por el espíritu de Hammurabi. Ana, Gabriel, Daniel, María, Francisco y Guillermo, todos estudiantes de la Universidad Iberoamericana, cargan una manta que dice: “Son muchas las víctimas. ¿Por qué sólo algunas son escuchadas?”

“Venimos a representar a aquellos que no tienen poder mediático”, dice uno de ellos. Y entre todos hablan de las dos conductoras triquis de una radio comunitaria, de las comunidades chiapanecas, de las muertas de Ciudad Juárez. “No queremos menospreciar a nadie, pero ¿quién marchó por las triquis”.

Cerca de ellos avanzan un par de mujeres que no dejan de rezar, con una imagen del papa Juan Pablo II y una manta: “México, no mates a tus hijos”.

Aquí y allá hay mantas que aluden a casos, a tragedias concretas: “Me secuestraron”, “Asesinaron a mi hijo y no hay justicia”, “Devuélvanme a mi mamita”.

Dominan, ni modo, los letreros de lógica implacable: “No mantengas a los criminales, apoya la pena de muerte”.

Sin embargo, en una estación de radio que reporta en vivo, la locutora dice que la demanda central de los marchistas es “cadena perpetua” a los secuestradores, como propuso el presidente Calderón, sin considerar que para sobrevivir las penas actuales Daniel Arizmendi no tendría que ser El Mochaorejas, sino Matusalén.

Las televisoras y las veladoras

Promotoras destacadas del acto, las televisoras despliegan todos sus recursos y transmiten en vivo los pormenores del recorrido. Tv Azteca instala templetes en cada glorieta. Un servicio informativo por Internet distribuye sus mejores materiales en un cd con el título México secuestrado.

El amplio despliegue provoca que detrás de la conductora de espectáculos Martha Figueroa se escuchen gritos de “¡fuera Calderón!”.

Televisa pone al frente a los conductores de sus noticieros principales. Celebra la que califica de “exitosa marcha” como un triunfo propio. Puede ser que, como dijera El Tigre Azcárraga, su televisora entretenga a los “jodidos”, sí, pero no es a ellos a quienes convoca a la movilización, sino a las clases medias y altas.

Como la señora María de la Luz Castro, quien viene acompañada por dos amigas, mayores también. “Siempre ha habido robos, pero no como ahora, con violencia, y los secuestros que han sufrido personas allegadas, todo se agudizó desde que el PRD llegó al gobierno de la ciudad”, dice la señora Castro.

–Pero hay marchas como ésta en muchas ciudades que no gobierna el PRD.

–López Obrador se está dedicando sólo a violentar.

–¿Y Calderón?

–Él está haciendo todo lo posible, y sigue avanzando paso a pasito.

Así llega al Caballito donde, quizá porque ahí despachan los senadores, arrecian los gritos de “¡renuncien!”.

Más adelante trata de incorporarse a la marcha el empresario Alejandro Martí, cuya tragedia personal –el secuestro y asesinato de su pequeño hijo– “derramó el vaso” de la indignación ciudadana, como dicen los organizadores de la protesta.

El empresario intenta unirse a la caminata, pero es impedido por la nube de fotógrafos y curiosos que quieren lanzarle gritos de aliento, o simplemente mirarlo.

“Fuera corrupción, fuera impunidad”, alcanza a decir antes de regresar al vestíbulo de un hotel frente a la Alameda.

En el Zócalo, muchos no quieren esperar. Prenden sus veladoras, cantan el Himno antes de tiempo.

Decenas de globos blancos son lanzados al aire. Una ovación. Algunos globos dicen “pena de muerte”.

Poco antes de las 20:30 horas entra por la avenida 20 de Noviembre la descubierta de los organizadores.

No hay discursos, ni siquiera un maestro de ceremonias que indique cuándo entonar el Himno. Por eso, en un punto de la plaza cantan el “masiosare” cuando en otro apenas van en el “sonoro rugir del cañón”. Es lo de menos. La marcha termina libre de incidentes, con policías desarmados en todo su trayecto, con camiones gratuitos al final.

Todavía no finaliza el Himno, cuando ya un mar de paraguas se apodera de las calles. La plaza se vacía a una velocidad nunca vista. Unos pocos han previsto su salida: dos grandes camionetas blindadas, seguidas de camionetas con escoltas vestidos de traje y corbata, salen por la avenida Pino Suárez, mientras un río humano se desliza sobre el asfalto mojado.

En la plancha del Zócalo se mantiene, pese a que lo han increpado, Juanito Acosta Rafael. “Es una manifestación libre”, se defiende. Se ha colocado un sombrero que dice: “Los delincuentes están en Los Pinos”. Y aguanta solo su manta: “Bienvenidos a la marcha de los pirrurris”.

Corren al titular de la SSP-DF

Minutos antes de las 17 horas, el titular de la SSP-DF, Manuel Mondragón y Kalb, arribó a la glorieta del Ángel de la Independencia para coordinar a los más de 3 mil elementos que desplegó la corporación a su cargo.

Al observar el convoy policiaco, algunos de los marchistas empezaron a gritar contra el servidor público, ante lo cual optó por retirarse del lugar y realizar su trabajo desde otro punto.

Con información de Agustín Salgado

Arturo Caro, la Jornada, 31 de agosto.


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