Una hora y 40 minutos después del Grito, ortodoxo grito con vivas a México y a los héroes de rigor, Felipe Calderón, acompañado por su esposa, ocupó una mesa al ritmo de Juan Colorado y quiso sentarse, pero muy pronto comenzó el besamanos.
Calderón permaneció ahí sólo media hora. A los 20 minutos, a cuatro pasos del Presidente, algunos empleados repartieron el comunicado número 184, una vez que los funcionarios de la Presidencia se habían negado a decir nada sobre las explosiones en Morelia, la tierra del mandatario. Se condena, se apoya, se castigará, decían los cuatro párrafos de obviedades.
Los Morales habían terminado las notas de El michoacano, pieza también dedicada al anfitrión, al Presidente que hace menos de un mes firmó el Acuerdo Nacional por la Seguridad, la Legalidad y la Justicia. La nube de reporteros seguía tratando de sacar una declaración. Los invitados continuaban libando sus margaritas de tamarindo y jamaica, sus güisquis y sus tequilas, en el “pueblito mexicano” montado para la ocasión.
“Son tres muertos”, dijo alguien. “Me aseguran que fueron 20”, soltó otra voz. Y el Presidente, ahí, a cinco metros, saludaba y agradecía. Poco antes, y de ahí la tardanza, se había reunido con los secretarios de la Defensa y de Marina, con el director del Cisen y el titular de Seguridad Pública. La guerra que el gobierno va ganando imponía la urgencia, oscurecía la fiesta.
Calderón no era el centro de las miradas; imposible verlo para quienes permanecían en sus lugares, que sólo podían ver el montón de gente a su alrededor.
“El día en que cruzaste por mi camino/ tuve el presentimiento de algo fatal…”, trovaron yucatecos Los Morales.
El cobijo al Presidente
Con un vestido negro recién puesto, la dirigente del PAN en el DF, Mariana Gómez del Campo, se paseó entre los invitados. Una hora antes vestía informal, con una pañoleta verde, en el mismo lugar de hace un año, detrás de la primera valla y al centro, frente al balcón presidencial.
Terminó el Grito, simple, ortodoxo. Abajo, del contingente de directores de área salió una voz: “¡Viva Felipe Calderón!” “¡Viva!”, respondieron los funcionarios medios y las filas detrás de la primera valla.
“¡Fe-li-pe, Fe-li-pe, Fe-li-pe!”, dirigió la porra la pariente del Presidente. “¡Fe-li-pe!”, siguieron los invitados, mientras ondeaban las banderitas tricolores que les regalaron a la entrada. Eran tan pocos que no llenaron el tramo de asfalto donde se ubicaron las bocinas y los templetes para la prensa.
Un tercio de la plancha del Zócalo estaba delimitado para el pueblo traído expresamente para la ocasión. Pero no habría sorpresas. No aquí, sino en la Morelia de Calderón.
Los fuegos artificiales pusieron su nube de humo entre el balcón presidencial y la frase formada con foquitos, puesta ahí por el Gobierno del Distrito Federal. Una frase usada hasta el cansancio por los lopezobradoristas en el debate petrolero: “La soberanía de la nación reside en el pueblo. Francisco Primo de Verdad”.
Antaño, los cronistas se ocupaban de registrar con precisión qué gritaba el presidente de la República en turno. Se suponía que el héroe escogido o añadido a la lista daba pistas sobre las prioridades del todopoderoso señor de Los Pinos. Se recuerda, por ejemplo, que Luis Echeverría agregó un “vivan los pueblos del tercer mundo”.
Pero en estos tiempos, los medios están más ocupados en saber cómo hará Felipe Calderón para hacer sonar la campana y ondear la bandera al mismo tiempo.
Todo porque, quizá ocupado hasta la especialización en poner vallas, vaya donde vaya Calderón, el Estado Mayor Presidencial (EMP) parece haber relajado otros aspectos de su principal encomienda. José López Portillo, por ejemplo, se peleaba con su jefe del EMP porque no lo dejaba montar a caballo. A Calderón sí lo dejaron montar una bicicleta, con los resultados conocidos.
El rito se cumple, con todo. Pero casi al mismo tiempo explotan dos artefactos en Morelia, subrayando el mensaje que ya había sido enviado, el mensaje que llegó con el Mes de la Patria.
Ya enfiestado el país, ya tronando los cohetes por doquier y desplegadas miles y miles de banderitas por todas partes, México vivió su peor día de violencia, con 41 ejecutados en sólo una jornada, apenas el 12 de septiembre.
La ceremonia en honor de los Niños Héroes, un día después, estuvo marcada por el hallazgo de 24 cadáveres en La Marquesa.
Pero los muertos del bicentenario no caen “como renuevos cuyos aliños un cierzo helado destruye en flor”, sino decapitados, echados uno encima de otro, como pollos sobre el hielo picado. O en un festejo público, al azar, en la tierra del Presidente, por si algo faltara.
Desde que la República en pleno firmó el acuerdo por la seguridad, han sido ejecutadas en el país más de 400 personas, incluidas 30 decapitaciones y los asesinatos de 10 mujeres y cinco menores de edad.
El México de nota roja, no otro, sino el México real, llegó de sopetón a través de los teléfonos celulares, que comenzaron a sonar antes de que el Presidente bajara al patio, donde lo esperaban centenares de invitados.
Unas pantallas gigantes, con azules simulando el cielo, arcos muy mexicanos, puestos donde se repartieron globos de azúcar, buñuelos y churros, papas, flores y nieves. El escenario de las malas noticias.
Arriba, el Ejecutivo departía con su gabinete, diplomáticos y militares. Abajo, los invitados especiales de segunda esperaron, primero en un patio lateral, largos e inexplicables minutos. Tres enormes telones, con los colores de la Bandera, separaban a los invitados de segunda del patio central.
La noticia del atentado en Morelia corrió de boca en boca, pero no todos se enteraron. Muchos siguieron en el brindis, las canciones, la foto del recuerdo. “Hay que estar con el Presidente, ahora más que nunca”, dijo alguien, oído al pasar. Que esto ya no es contra su gobierno, sino contra México, completó. Y esto no es otra cosa sino la guerra que se iba ganando apenas ayer.
A la mañana siguiente, el Ejecutivo habría de demandar unidad, el Ejército ocuparía las calles de su ciudad natal y el país condenaría en pleno el atentado.
Pero la noche del 15, la noche del Grito, el rostro del Presidente denotaba hastío. Se le vio así en la firma del Acuerdo por la Seguridad, con ganas de terminar pronto. Se le volvió a ver igual después de su reunión sobre el atentado de Morelia. En su segundo grito, el de los bombazos en su tierra.
Arturo Cano, La Jornada, 17 de septiembre.
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