Y mil consuelos salían de entre ese dragón blanco que no dejaba de caminar. Caminaba contra ellos, los malos de pistola y escritorio, y contra sí mismo.
“¿Y qué dejamos de hacer?”, el mensaje en el globo níveo que ya cortaba la brisa y se unía al millón de esferas en el firmamento, cada cual con su ruego.
—¡Regresen a su casa! —gritaba un hombre. Y el dragón lo veía como un loco.
—¡Regresen a su casa —volvía a decir—… Vuelvan y escóndanse si lo único que piensan hacer por su país es marchar cada cuatro años.
Un hombre anónimo que coincidía con otro asediado por luces y manos: Alejandro Martí, el padre de Fernando, quien desfilaba sin desviar la mirada y apenas susurraba: “Fuera corrupción, fuera impunidad, fuera dejar de hacer… Ellos y nosotros”.
El monstruo avanzaba. Se lo comía a palmadas. “No sé cómo le voy a hacer, pero voy a llegar a la meta”, prometía.
Ya. Ondea la bandera en la oscuridad. Es hora. Un millón de luces, tal vez más, centellean en la Plaza de la Constitución y en los ramajes aledaños al Zócalo, calles comprimidas, incandescentes.
Y, como hace tres días por el aborto, repican las campanas de Catedral. Doblan, mientras estalla el Himno Nacional. ¡México—México, ni uno más! Del renuncien al se largan. La noche del hartazgo, del país iluminado. Vuelan helicópteros en círculo y acecha otra vez la lluvia, como en el primer paso, allá en el Ángel.
17:40 horas. Aquel desafío de Martí se transforma al arranque en instrumento de guerra. “Si no pueden renuncien”, es lema que se imprime en playeras y gorras, en paliacates y banderolas. Va dedicada a muchos, a él: Manuel Mondragón Kalb, el Secretario de Seguridad Pública del DF. Acelera su motocicleta, lo persigue la silbatina.
Allá van los organizadores, arrebatándose la fama. Decenas de organizaciones sociales pugnan por la primera fila: ordenan, dirigen, saludan… Nada son ante el cortejo de rosas y crisantemos que viene detrás. Flores para recordar al que se fue y que nunca debió irse.
Flores para Óscar, a quien asesinaron por resistirse al robo de un celular. Flores para Denise, secuestrada y jamás encontrada. Flores para ella, para él, para ellos, para todos.
“¡Unidos somos más!”, el rugido.
Vuelve a llorar una madre y el mimo de la esquina, el que cada sábado se inmoviliza a cambio de unas monedas, corre a abrazarla y la intenta reanimar con gestos circenses.
—Vamos mami, a levantar la cara.
—Eso quisiera, pero no puedo, me quitaron a mi hijo…
Dragón de una sola cabeza. Lo mismo artistas que mendigos. Laura Zapata ataca a policías. Miguel Ángel se amordaza en la calle de Francisco I. Madero: dice que llegó de Puebla, donde pide limosna, a las cinco de la mañana. Nada ha comido desde hace dos días. No le importa. Recargado en una pared, cubre su boca con un letrero: “Ya basta, no más impunidad”.
—¿Y qué es lo que te duele tanto?
—Me duele mi pueblo, me duele mi vida: me han violado y torturado, y parece que no existo.
Van de la mano las amigas crueles: pobreza e inseguridad. Se carcajean a cada paso.
Marchan lo mismo damas de carmín y perfume que mujeres sudorosas y destrozadas. Lo mismo hombres de fina estampa que discapacitados y doloridos.
Filemón, el payaso, camina y compone con la guitarra. No es esta una canción que haya ofrecido en el Metro, la dedica a los niños, “no sólo porque me dan de comer, sino porque ellos qué culpa tienen de tanta violencia”.
“Quisiera que México fuera un circo, donde los niños sonríen y comen algodones rosados. Quisiera que México fuera un paraíso de paz”, su melodía callejera.
Y ahí, frente al Hemiciclo a Juárez, los danzantes se unen al coro: “No más sangre”… Si los sábados suelen danzar en defensa de las tradiciones, hoy lo hacen por la seguridad, contra el secuestro, los asaltos y las drogas. A Dios le ofrendan frutas de la madre tierra, pétalos rojos y aromas de incienso. Y en honor a los muertos, a nuestros muertos, bailan a ritmo de cascabel y huehuetl, el tambor.
Del renuncien al se largan, todo pasa… “Sin miedo a la calle queremos salir”, exigen los niños que en lugar de dulces cargan lámparas y veladoras. Caminan arropados por la inocencia, sin entender del todo el llanto de las familias ni la colección de fotos de los que están ausentes.
Ya. Los globos se van. A las 20:00 horas es imposible avanzar un centímetro. Las velas son candela en medio de la desazón. Alguien por ahí intenta sacudir la parafina con una voz que hoy nadie festeja: ¡El que no brinque es ratero… El que no brinque es secuestrador!..
Se mueren las consignas. En la espera se reza, se recuerda al amigo, se mira al cielo... El desamparo mata los reproches. No es al Presidente ni a los procuradores ni a los secretarios de seguridad pública ni a los gobernantes a quien se pide paz, es al ser invisible que cada quien se ha inventado.
Falta un minuto. Regresa aquel loco con su frase quemante: ¡Regresen a su casa!.. Cientos se han unido a él y anuncian que después de esta noche nada será igual, que ya no habrá otra marcha en el 2012. Reflexiones que se pierden por el repique, por la luz que secuestra la noche… Mexicanos al grito de guerra.
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