Del hartazgo a reclamos radicales

Alas 20:30 de la noche las campanas de Catedral empezaron a repicar. Decenas de miles de ciudadanos congregados en el Zócalo capitalino (donde caben alrededor de 150 mil personas), así como en las calles que confluyen a la Plaza de la Constitución desde el llamado Eje Central (16 de Septiembre, Francisco I. Madero, 5 de Mayo y Tacuba, todas repletas de gente), encendieron sus veladoras, velas, encendedores y linternas, y entonaron el Himno Nacional. Unos instantes atrás la iluminación de Palacio Nacional, Catedral, las oficinas del gobierno capitalino, y aquella de los hoteles que dan al Zócalo se había apagado. Lo mismo ocurrió con las luminarias tricolores que adornan el sitio con motivo de las fiestas patrias. Sólo quedó encendido un enorme reflector colocado en la terraza de uno de los hoteles, el cual apuntaba directamente a la enorme bandera mexicana que, gracias al viento que soplaba, ondeaba con fuerza en el asta monumental.

El efecto fue impresionante: miles de mexicanos quedaron en penumbra unos momentos (acaso como símbolo de la inseguridad) y de inmediato iluminaron el lugar con sus pequeñas llamas (¿en gesto de esperanza o de desesperación?), fuegos diminutos gracias a cuyas luces se apreciaban pequeñas banderas mexicanas y blancas que la gente agitaba.

Los ciudadanos, finalmente, sí iluminaron México. Al menos, el Zócalo chilango.

El himno había sido precedido —y luego sucedido— por gritos de tonos futboleros: “¡Mé-xico, Mé-xico!”, coreaba la gente, cántico que, gracias a su ingenio, los manifestantes modificaron así:

—¡Mé-xi-co, quiere-paz! ¡Mé-xi-co, quiere-paz!... —gritaban los inconformes con el mismo ritmo futbolístico.

Sin embargo, por momentos esa súplica no bastó. Había demasiada furia, demasiado hartazgo por la inseguridad: frente a las oficinas de Marcelo Ebrard, jefe de Gobierno del Distrito Federal, miles de personas, unidas en catarsis colectiva, expulsaron su ira así: “¡Marcelo, renuncia! ¡Marcelo, renuncia!”. La gente se enardeció más y vociferó con mayor enjundia: “¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera!”. El clamor no se expandió por todo el Zócalo, pero ahí, frente al antiguo Palacio del Ayuntamiento, el griterío fue ensordecedor.

Algo similar ocurrió frente a Palacio Nacional: una caravana de gente se desprendió de la denominada plancha del Zócalo y las vociferaciones irrumpieron de forma parecida: “¡Renuncia-renuncia! ¡Renuncia-renuncia!”, le pedían a un fantasmal Felipe Calderón. “¡Los asesinos, están en Los-Pinos!”, le espetaron al Presidente invisible, y le exigieron con aires igualmente cancheros: “¡Mé-xi-co, se-guro! ¡Mé-xico-, se-guro!”.

Y sí, no eran pocos todos esos mexicanos hartos de la inseguridad y la violencia: si el Zócalo estaba lleno (salvo el arrollo vehicular frente a Palacio Nacional); si las calles aledañas estaban repletas, y si media hora después de que se cantara el himno y se encendieran las veladoras todavía arribaban al lugar miles de personas por varias vialidades, al menos unas 300 mil personas habrían salido a manifestarse al centro de la ciudad.

Y todos ellos tenían muchas cosas que decir. De hecho, cosas mucho más duras que las que espetaron hace cuatro años, en la marcha previa contra la inseguridad…

***

Un hombre en sus años cincuenta mira mi gafete de periodista, deja un momento a su familia a mitad de camino entre el Ángel de la Independencia y la Glorieta de la Palma, se sube al camellón desde donde observo caminar a los manifestantes, y se desahoga:

—¿Qué quiere el gobierno? Todos los gobiernos… ¿Qué nos armemos y nos defendamos nosotros mismos? ¿Qué formemos escuadrones para ajusticiar a los delincuentes? ¡Ya estamos hartos! ¡Si no pueden, que renuncien!...

La frase que pronunciara la semana pasada Alejandro Martí (a quien le secuestraron y asesinaron a un hijo de 14 años) en Palacio Nacional, frente al Presidente, 31 gobernadores, el jefe de Gobierno, el presidente del Senado, la presidenta de la Cámara de Diputados, el presidente de la Suprema Corte de Justicia y tres alcaldes representantes de todos los municipios del país, hizo coro en la marcha que arrancó poco antes de las 18 horas: “¡Si no pueden, renuncien!”, se leía en varias cartulinitas y en hojas de libretas que blandían los manifestantes.

Aunque la gente (había de todos los sectores sociales, gente rica como aquel señor que era escoltado por su guardaespaldas, quien le cargaba el paraguas, pero predominaban familias de clase media), iba tranquila en la marcha, había manifestaciones más radicales que hace cuatro años: fueron numerosos los escritos que izaban las familias demandando pena de muerte. El hartazgo de los ciudadanos provocó que escribieran cosas como estas:

—Ellos (los delincuentes) salen de las cárceles. Nuestros familiares (asesinados) no salen de las tumbas.

—Muerte a los secuestradores.

—Ellos no tienen piedad (los secuestradores). ¿Por qué nosotros sí? ¡Pena de muerte!

—No queremos cadena perpetua, queremos pena de muerte.

—Hace cuatro años pedí justicia: ¡hoy la exijo!

—Quiero vivir sin miedo.

—Señores magistrados, ya basta de revocar sentencias.

—Ahora sí: ¡ya basta!

—¡No más violencia!

—¡Ya no más impunidad!

—No venimos todos: nos hace falta una Rosita Campos (camisetas de una familia cuya hija está desaparecida).

—Los policías son simios con placas y los que nos gobiernan son perros.

—Debería estar jugando a mis doce años, pero sólo pienso: ¿dónde está mi mamá? (niña con madre plagiada).

—¿Cuántos Fernandos (Martí, se entendía) necesitan para renunciar?

—Resultados ya, ¡o lárguense!

—México, no mates a tus hijos.

En fin, la catarsis colectiva por la sangre ciudadana derramada a manos de la delincuencia llenó de nuevo las calles. Cada veladora encendida representaba una historia de dolor que contar. Una historia de inseguridad e impotencia. Una historia de impunidad delictiva. Por eso ahí iban todos, padres, madres, hijos, abuelos, novios, perros, bebés en carriolas, rubios, morenos, todos marchando hacia el Zócalo, para iluminar México…
Juan Pablo Becerra Acosta, Milenio, 31 de agosto.

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