El Zócalo, inmenso set para la lectura de noticias sobre la privatización de Pemex

Jesús Ortega fue el primero en llegar al templete. Demasiado temprano. Eran las 10:30 de la mañana, el presídium se encontraba semivacío –sólo había técnicos– y no estaban dejando subir a nadie. “Al rato vuelvo”, prometió. Pero no lo hizo. En cambio, su correligionario, el senador Carlos Navarrete, no tuvo ningún problema. Tampoco el diputado Javier González Garza. De algo les valió, en materia de respeto del pueblo, su apoyo a la huelga legislativa en las cámaras del Congreso.

La muchedumbre entraba al Zócalo capitalino con los volantes que la víspera, por todos los rumbos y orillas del Distrito Federal, habían entregado las brigadas en defensa del petróleo. Esos papeles pedían que nadie cayera en la provocación porque, a las 12 en punto, las campanas de catedral sonarían durante muchos minutos –unos calculaban 15, otros el doble, algunos incluso “dos horas y media”– en memoria del cardenal Ernesto Corripio Ahumada.

“Cuando empiecen a tocar las campanas, todos vamos a guardar silencio con mucho respeto hasta que terminen”, decía en consecuencia la maestra de ceremonias, Jesusa Rodríguez, cuando al cuarto para las 12 la mitad de la plancha ya estaba repleta (la otra aún la ocupa el museo nómada, que ya mero se va), y miles y miles más se codeaban en 20 de Noviembre ante una pantalla gigante, mientras nuevos grupos de caminantes se iban quedando atorados a lo largo de Madero, casi hasta Isabel la Católica.

Delante del templete, abajo, mezclado entre la multitud, el presidente municipal de Acapulco, Félix Salgado Macedonio, formaba parte de una delegación de mil guerrerenses encabezados por Eloy Cisneros, pertenecientes al comité estatal defensor del petróleo en aquella región del sur.

“No que no, sí que sí, ya volvimos a venir”, gritaba Salgado, que había preferido acudir al mitin aunque tuviera que faltar a la inauguración del tianguis turístico del puerto, prevista para la tarde. “Pues ni modo, primero es la patria”, les decía a quienes le preguntaban sobre el punto.

Y de repente, como suele suceder a diario, todos los relojes marcaron las 12 del día y, como una imperceptible plaga de langostas, incontables miradas se posaron sobre las campanas de catedral. ¡Milagro! Seguían quietas. Mudas. Enormes como doradas peras respetuosas.

El senador Dante Delgado, por su parte, emitía desde el templete una arenga de preguntas y respuestas que amenazaba con dejarlo afónico. ¿Qué estaba pasando? Eran ya las 12:10, las 12:15, las 12:20 y las torres aún guardaban silencio. ¿Acaso esperaban a que tomara la palabra Andrés Manuel López Obrador para aturdir al gentío?

Pues no. Con el pelo blanco recién peluqueado, vestido de traje gris, muy serio, el máximo dirigente de la oposición popular inició la lectura de un discurso compuesto claramente de dos partes: informativa la primera, reflexiva la segunda, y ambas, en todo momento, ausentes de emotividad, de guiños, de trucos en busca de aplausos fáciles.

Como si fuera el protagonista estelar de un noticiero que se transmitía desde un set de televisión colosal, López Obrador mencionó que el primer contrato ilegal que Pemex dio a una empresa extranjera lo recibió la española Repsol, en noviembre de 2003, cuando Felipe Calderón era secretario de Energía. De inmediato habló de la compra, también ilegal, de acciones de Repsol con dinero que Petróleos Mexicanos, que han costado a México “más de 600 millones de dólares” a causa de una “operación fraudulenta”, de la que igualmente responsabilizó a Calderón.

Luego se refirió al contrato, obtenido también por Repsol, mediante el cual el consorcio ibérico venderá a México gas peruano con una utilidad de 15 mil millones de dólares, y que “fue concedido cuando Juan Camilo Mouriño, hoy secretario de Gobernación, era jefe de la Oficina de la Presidencia, en agosto de 2007”.

En medio de un silencio imponente, la gente escuchaba las “noticias” y asentía, y sólo una que otra corneta de plástico ejecutaba por ahí las cinco notas de las mentadas de madre para saludar a los funcionarios del régimen aludidos. Pero entonces vino la sección de comentarios editoriales, a cargo del mismo locutor, ahora transformado en analista político, para explicar a su atento auditorio por qué esta primera batalla está muy cerca del triunfo:

“Casi podemos asegurar que de aquí al 30 de abril no habrá madruguete. Estamos pidiendo lo más democrático que existe: un debate nacional para que participen todos los que tengan que decir algo. Sin embargo, nos acusan de haber secuestrado al Congreso quienes tienen secuestradas las instituciones del país, y dicen que no queremos el diálogo quienes tienen el monopolio de la opinión.”

Entonces, al final del noticiero, desde el fondo del silencio, por toda la plaza, acompañado por estruendosos aplausos, el apellido “Obrador”, repetido in crescendo, se elevó por los aires hasta convertirse en eco. No fue fiesta, porque no hay nada que celebrar, pero tampoco catarsis para desahogar frustraciones, porque de éstas ya no se acuerdan ni los elefantes, que se distinguen por memoriosos.

No, la asamblea realizada ayer en el Zócalo de la ciudad de México fue sin duda el acto menos folclórico y más maduro que haya efectuado en casi dos años de lucha continua el movimiento que apoya a Andrés Manuel López Obrador, cuyos integrantes salieron de la Plaza de la Constitución con una recomendación fija entre ceja y ceja: “Ante el cerco informativo que padecemos, cada uno de ustedes tiene que volverse un medio de comunicación”.

Pasadas las 14:30, cuando miles y miles de personas caminaban aún sobre la calle Francisco I. Madero, contentos de regreso hacia el domingo abrileño, el ajedrecista Armando Mena, a petición de La Jornada, analizó en el tema que domina cómo sigue la batalla por Pemex:

“Andrés Manuel controla el centro del tablero y mantiene en jaque a la reina de Calderón. Éste olvidó que la reina nunca debe moverse antes de la onceava jugada. Por eso, al menos esta partida ya no la puede ganar.”

Crónica de Jaime Avilés, La Jornada, 14 de abril.


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