“Los migrantes tienen que adentrarse cada vez más hacia el desierto, lo que les pone aun en un mayor riesgo de morir porque cada vez se alejan más de los caminos y de los pueblos”, sentenció Mark Townley, vicepresidente de la organización no gubernamental, con base en Tucson.
Los efectos del riesgo de las nuevas rutas de migración ya se han comenzado a sentir. Según la oficina del Forense del condado de Pima, 38 cadáveres han sido encontrados en los primeros 20 días de julio, lo que deja abierta la posibilidad de que se rompa el récord impuesto en julio de 2005, cuando fallecieron 68 personas en su intento por cruzar de México a Estados Unidos.
Según estadísticas compiladas por la Universidad de Arizona y el sheriff de Pima, a partir de 2008 la distancia entre los cuerpos de migrantes que han fallecido en su intento por cruzar a Estados Unidos y caminos transitables ha sufrido un aumento.
Esto quiere decir que los migrantes ya no toman las rutas tradicionales y buscan alejarse a toda costa de los caminos y centros poblacionales de la región, adentrándose a zonas boscosas o desérticas en las que la ayuda puede estar a 12 horas de distancia.
“Después de que el valle de Altar se cerró, los flujos se han dirigido a Arivaca y al Parque Nacional Organpipe además de la reserva natural de Cabeza Prieta. Éstas son zonas altamente peligrosas, alejadas de la civilización. Ahí no hay nada. No hay forma de describir qué tan riesgosas son”, dijo Townley.
Un total de mil 755 migrantes han muerto en la frontera entre México y Estados Unidos desde 1999, cuando con sus operativos Gatekeeper y Hold the Line la Patrulla Fronteriza selló los pasos tradicionales de migración en California y Texas, redireccionando el flujo hacia el desierto de Arizona.
La historia, a decir de Fronteras Compasivas, se está repitiendo.
“Estamos viviendo Gatekeeper otra vez”, dijo Townley. “La crisis humanitaria en la frontera no ha terminado. Lejos de ello, está empeorando. Se está empujando a los migrantes a lo más profundo del desierto”.
En un principio, sus tumbas tuvieron sencillas pero dignas lápidas de piedra grabadas con el nombre John o Jane Doe, el equivalente en inglés a “desconocido”. Después, al acumularse las muertes en el desierto, se les asignaron placas de plástico propensas a ser robadas por perros callejeros.
Una década más tarde, no alcanzan ni a eso. A poco más de diez años de que los migrantes comenzaran a usar Arizona como punto de entrada a Estados Unidos, la sección reservada para cadáveres sin identificar en el cementerio municipal del condado de Pima, principal sitio de descanso final para decenas de indocumentados, se ha saturado.
Hoy ya no hay dónde enterrar a quienes mueren en su intento por cruzar al norte y no tienen la suerte de ser identificados por sus familiares o consulados. Por ello, sumida en una crisis presupuestaria, la oficina del forense del condado fronterizo de Pima, ha decidido aplicar un nuevo enfoque a sus problemas de dinero y espacio.
“Todos esos cuerpos sin identificar han comenzado a ser cremados y sus cenizas desechadas”, añade Townley. “La oficina del forense nos dijo que ya no tiene los recursos ni sitio para poder enterrarlos, aun en la fosa común”.
Desde 2008, por decisión de la junta municipal de Pima, todo cadáver encontrado en el desierto es enviado a un enorme congelador, donde se le mantiene hasta por un año en espera de que alguien se presente a reclamarlo. En muchos casos, eso no sucede.
Y una vez que se ha confirmado que se tiene a un “John” o “Jane Doe” entre las manos, se lleva el cuerpo al incinerador, donde las posibilidades de identificarle desaparecen para siempre: quedan reducidas a cenizas de las que es imposible extraer ADN aun si se quisiera intentarlo.
Townley, cuya ONG se enfoca a asistir a los perdidos en el desierto, detalla que el principal problema al que se enfrentan las autoridades en su intento por dar un nombre y apellido a los cadáveres han sido las identificaciones falsas que muchos llevan encima, en especial los centroamericanos.
“Consiguen credenciales de elector mexicanas falsas para que, si les detiene la Patrulla Fronteriza, no les deporte de vuelta a Centroamérica, obligándoles a iniciar el viaje desde el principio, sino al norte de México, donde pueden volver a intentar cruzar”, dice. “Pero entonces, cuando mueren, nadie jamás puede identificarlos”.
De todas formas, no todos los cuerpos son recuperados. Fronteras Compasivas estima que sólo 50 por ciento de los cadáveres de migrantes que fallecen en la zona han sido recuperados en los últimos diez años.
Basado en su experiencia, Townley calcula que sólo toma una semana para que un cuerpo sea completamente “asimilado” por el desierto, consumido por animales, insectos y clima. “Hemos encontrado huesos de una sola persona separados entre sí una buena distancia”, lamentó.
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Como resultado del cambio en los flujos migratorios, Fronteras Compasivas ha incrementado el número de estaciones de ayuda que mantiene en la frontera, barriles de agua de 60 litros marcados por una bandera azul para que quienes se pierden en el desierto puedan evitar la muerte.
Por el momento, Fronteras Compasivas tiene ya 100 barriles en toda la región, lo mismo en México y Arizona. Ya ha pedido al gobierno federal estadunidense permiso para instalar más en las reservas naturales por las que se ha redirigido el movimiento migratorio. Pero ahora, se enfrenta a un nuevo problema: el vandalismo.
El número de estaciones de agua que han sufrido ataques ha escalado, según Fronteras Compasivas, que a diario envía a voluntarios a revisar su estado y reabastecerlas.
“Acuchillan nuestros tanques, los voltean o vacían toda el agua. Creemos que pueden ser rancheros o personas racistas”, dijo el vicepresidente de la ONG.
Víctor Hugo Michel, enviado, Milenio, 31 de julio.
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