Pese a los servicios singulares de la gobernadora Jan Brewer –quien este día impugna el veto impuesto por una juez federal– y el senador Russel Pearce, devoto mormón que planea negar la ciudadanía a los bebés nacidos aquí, si sus dos padres son indocumentados, el campeón es, otra vez, el sheriff de origen italiano, el que hace redadas de trabajadores sin papeles, los mete en una prisión de tiendas de campaña, los viste con trajes a rayas, además de calzones y calcetines rosas. El mismo que hace poco decepcionó a sus fans al anunciar que no buscará la candidatura republicana al gobierno de Arizona, aunque sí la relección como alguacil en 2012, cuando ya le rasque a los 80 de edad.
Las historias del terror de Arpaio corren de boca en boca –y también de video en video en youtube–, son unas más terribles que las otras y terminan siempre en lo mismo: alguna vez el sheriff se ocupó de los delincuentes, pero hoy su único asunto son los “illegal aliens”. Por eso se entiende que haya muchachos que, entre aprehensión y aprehensión, se dediquen a hacer señas obscenas a los hombres de Arpaio. O a las muchachas que se desgañitan al grito de: “¡Detengan a Arpaio, no a la gente!” E incluso al jovenzuelo que carga un buen rato un cartel enorme que dice solamente: “FTP Arpaio”. Al final de la tarde, con letras chiquitas, lo completa (Fuck That Puto).
Cerrar la puerta al odio
En la puerta de esa cárcel, la más céntrica, los activistas cuelgan una manta: “Ni uno más”. Pero no se refiere a los presos de Arpaio, sino a los migrantes muertos en el cruce fronterizo. La manta, obra de un grupo de Tucson, compite con los letreros que tiene ahí el “temido” sheriff: “Ayuda a Arpaio a detener la inmigración ilegal”, dicen sobre una foto gigante de un par de manos esposadas.
“Irresponsable. Terminarán presos ellos mismos”, augura Arpaio. Y así ocurre con quienes se atreven a bloquear, por un par de horas, una de las entradas de su cárcel. El sheriff anuncia, cuando ya la lluvia da un respiro al tremendo calor del desierto, la detención de 23 personas, en la cárcel donde ya antes había cancelado las visitas y acuartelado a los presos durante 24 horas.
Carlos García, dirigente de Puente Arizona, saca la cuenta para reporteros, pero lo hace como quien informa los resultados de un juego previsto: por la mañana hubo tres detenidos frente a la Corte Federal, más tarde otros seis, “y aquí van a ser como 30”.
Los detenidos están ahí. Unos con la mirada altiva, amarrados de las manos, rodeados de policías que los superan en número. Otros, muy tranquilos, se dejan poner las esposas. Eso ocurre a unos pasos de la torre Wells Fargo, aunque la manifestación no es contra esa compañía que durante décadas se ha quedado con buenas tajadas –muchas veces a la mala, vía tipo de cambio y comisiones– de las remesas de los migrantes. No, la protesta en ese lugar es una especie de tradición de los activistas promigrantes de Arizona. “A veces sólo éramos cuatro y otras hemos sido miles”, resume Salvador Reza, también líder de Puente, y más tarde aprehendido en la cárcel de Arpaio.
Antes, los detenidos, que con su acción han logrado la atención de los medios, lanzan su manifiesto: “No vamos a descansar hasta que la ley SB 1070 sea derrotada en su totalidad, junto con las políticas injustas que la han llevado a surgir (la 287g y el programa de comunidades, ambas acciones federales). La ley Arizona es un síntoma de un cáncer mayor que sigue propagándose con otras leyes copy cat y las políticas de control migratorio”.
Estados Unidos, dicen los aprehendidos, “está en una encrucijada”. Tiene que elegir entre el respeto a los derechos humanos y civiles de todo el mundo y la institucionalización del racismo “que nos roba nuestra humanidad básica… El gobierno federal debe hacer valer su responsabilidad exclusiva sobre la ley de inmigración y cerrar la puerta que dio lugar a la SB 1070 y al odio que engendra”.
El centro de Phoenix es un hervidero. Activistas de todo el país, de todos los colores, se lanzan a las calles con la mira puesta en los edificios federales o locales. Son el mosaico abigarrado, multicolor y contradictorio que da la batalla por la reforma migratoria. Chile, dulce y manteca. Digamos los jóvenes anarquistas de California que, cuando son suaves, nomás le mientan la madre a Arpaio. O los sindicalistas de Colorado, o las madres con sus bebés en brazos, los pastores y los curas al lado de los tamborileros y los ácratas. Activistas que reclaman estos lares como “territorio mexicano” conviven con otros que portan orgullosos banderas de barras y estrellas, como una prueba de su apego al sueño americano. “Esas banderas son las que reparte en montones de cajas el Partido Demócrata allá en Los Ángeles, yo por eso traigo la de México”, dice Ron Gochez, mientras ondea el lábaro patrio frente a la puerta de Arpaio.
Abundan también rubios y rubias solidarios con la causa migrante. Desde los que proclaman hacerlo por “estar del lado del amor” hasta los que retan: “pregúntame a mí por mis papeles” o “tengo el look de un ilegal”. Todo el día truenan las aspas de los helicópteros, de la policía y de las cadenas de noticias. Un montón de camiones con enormes antenas completan el escenario que subraya la importancia nacional de la ley Arizona. En todas las esquinas donde los manifestantes andan como hormiguitas –los corren de un lado y se van a otro– hay estantes metálicos para las publicaciones periódicas. Destaca la edición de un semanario local, muy popular porque es gratuito y publica todas las ofertas gastronómicas y de entretenimiento. La portada está dedicada a la gobernadora Jan Brewer, pero vestida a la manera del Tío Sam, la vieja estampa usada para llamar a filas a generaciones de estadunidenses. Pero ahora el Tío-Gobernadora señala con ojos de odio: “¡Get out!”, dice el impreso, igualito que los policías de Joe Arpaio, cuando al fin abren las puertas de la cárcel para cumplir la promesa del sheriff.
Para no romperles el esquema a sus adversarios, la señora Brewer apela en tribunales el bloqueo parcial –sólo de algunas disposiciones– que la juez federal Susan Bolton ordenara unas horas antes de la entrada en vigor de la ley Arizona.
La gobernadora pide que la legislación se pueda aplicar en su totalidad y demanda una rápida respuesta. ¿Porque urge acabar con las hordas salvajes de indocumentados que invaden a la tranquila gente de Arizona? No, porque hay elecciones en noviembre y los tiempos electorales andan ya ardientes como este verano, como lo indica la propaganda: fulano para representante estatal, zutano para senador y, claro, el otrora pro migrante John McCain, ex candidato presidencial republicano, por la relección al grito de “frontera segura”.
Los conservadores de Arizona quieren que su ley tenga la dentadura completa y afilada. No les gusta sin los tres dientes que le quitó Bolton. Uno, la obligación de la policía de verificar el estatus migratorio de cualquier detenido por cualquier delito (incluyendo, claro, infracciones de tránsito). El que sigue es otra obligación, esta vez para los ciudadanos: cargar siempre documentos que demuestren su estancia legal en Estados Unidos. El tercer diente va contra los jornaleros que piden trabajo fuera de los centros comerciales, lo que según la ley multicitada, es delito.
Un diente que sobrevivió a la juez –ahora víctima de un alud de amenazas– es el artículo de la ley que castiga a quien transporte a un indocumentado. “Por eso se fue a Colorado el papá de mi novia”, dice David, un joven estudiante de sicología nacido en California de padres poblanos. La mitad de su familia, la mitad que tiene papeles, está aquí, en las protestas, desde abril. La otra mitad, como muchos de sus vecinos, prefiere no salir más que a las compras. David concluye: “Arpaio no me va a parar”, y sigue en la protesta.
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