Son de esos recuerdos que no duelen, que no causan sonrisas furtivas, pero advierten, alertan y se activan en los momentos de decisión. Miguel Ángel Mancera inició la vida en un cuarto de 50 metros, tal vez menos. Una puerta de metal, una mesita como comedor, un par de sillones, un baño y un espacio reducido para dormir. Era una vecindad en la calzada México-Tacuba, en la vivienda número seis. Años después, con la vida más a favor, un accidente de tránsito y una injusticia del Ministerio Público le arrebataron lo que parecía su indeclinable vocación de médico y lo convirtieron en algo así como un renegado de la desigualdad.
Con esas dos experiencias el jefe de Gobierno electo creó una especie de botón de alarma, que carga a todas horas y le permite orientar sus decisiones. Y es que fue allá, en el barrio de Tacuba, donde, confiesa a sus amigos, me volví muy independiente
. Su madre era una trabajadora que salía de casa muy temprano para prestar sus servicios en un laboratorio y regresaba a eso de las seis o siete de la noche, y Miguel Ángel pasaba las horas acompañado de amigos de más edad deambulando unos días por el rumbo del árbol de la Noche Triste, Popotla y el Colegio Militar, y otras veces por los cines Tlacopan, Cosmos y el mercado de Santa Julia, en aquella parte de la ciudad de donde luego saldría casi al cumplir cinco años.
Y no fue sólo eso. A su padre lo veía los sábados y no siempre. Miguel Ángel lo recuerda como un hombre duro, poco cariñoso, que trabajaba de noche de gerente en una empresa de banquetes en la colonia Roma. Pero Mancera, siempre que se refiere a él, asegura: lo amé cañón
.
De aquella época de su vida tiene muy marcado un solo regaño. Uno que le hizo su madre porque no se aprendió una tabla de multiplicar. No recuerda que su mamá le ayudara en las tareas. Era él quien se las ingeniaba para presentar sus trabajos y para pasar de año. Cuando habla de eso, de su irse haciendo solo, matiza y advierte que su madre estudió nada más la primaria, por lo que tenía limitaciones que no le permitían ayudarlo, por más que quisiera, lo que lo obligó a formarse solo.
Las cosas cambiaron antes de entrar a la primaria. Empezó a vivir en Narvarte, muy cerca de la glorieta de Vértiz, donde transcurriría la última etapa de su infancia y su adolecencia. Siempre alumno de escuelas públicas, acudió a la primaria Presidente Miguel Alemán, que distaba de su casa apenas seis cuadras; luego ingresó en la secundaria número 45, que se ubica entre Cuauhtémoc y Esperanza, y sintió el orgullo de pertenecer a la Preparatoria 6 de la UNAM.
Entonces decidió que sería desde el ejercicio de la medicina como trazaría el resto de su vida. Hizo todo lo que se requiere para iniciar esos estudios, pero en el último año de la preparatoria se vió involucrado en un accidente de tránsito, y el hecho de no conocer las leyes lo hizo víctima de un abuso. Ese sentirse objeto de un abuso, y pensar que así como a él le sucede a mucha gente, lo empujaron a convertirse en hombre de leyes, y se recibió a los 24 años.
Vivió ese lapso entre camiones y el Metro, que conoció estación por estación, y miró en el azul y oro de la UNAM los colores del equipo de futbol del que se hizo aficionado, aunque fue de muy chamaco que su pasión futbolera se inclinó por el desaparecido Atlético Español, el del toro como símbolo, que cambió por el puma, como también su idea del litigio por el de servidor público. Al principio, trabajando casi en el sótano de la Secretaría de Seguridad Pública del Distrito Federal, el futuro no prometía mayores responsabilidades.
La Jornada, 24 de septiembre.
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