Dan su libertad para sobrevivir

C OACHELLA, California.— La mujer lleva 10 horas trabajando de hinojos, gateando por surcos húmedos. Toma el cuchillo de cocina y cercena de raíz una planta de tong-ho. Sacude la base y la coloca en la caja de cartón que arrastra consigo. Debe aprisionar más de 100 para lograr el peso de 29 libras requerido antes de cerrarle las tapas y colocarla a la orilla del sembradío, de donde saldrá a los restaurantes exclusivos de todo el país.


Coachella es un valle febril donde se levantan también cultivos de menta, albahaca, orégano, mandarina, naranja, uva, fresa y dátil. Se localiza a unos 300 kilómetros al sur de Los Ángeles, en el vasto desierto colindante con Arizona, donde los multimillonarios levantan casas de verano y apuestan fortunas en los casinos de Palm Sprigns. Mujeres y hombres, como Mago —indocumentados que huyeron de la miseria—, se diluyen en arduas jornadas de hasta 16 horas sin días de descanso, y aunque se cuentan por cientos de miles en este estado, nadie repara en ellos.



“Son los esclavos del siglo XXI”, dice Lauro Barajas, director de organización de la Unión de Campesinos de América (UFW, por sus siglas en inglés), fundada en 1962 por César Chávez, el más emblemático líder agrario que ha tenido el país. “Son trabajadores con los cuales Estados Unidos no podría vivir, y sin embargo son invisibles: nadie les oye, nadie les defiende, nadie se preocupa por ellos a no ser por las organizaciones que buscan el reconocimiento de sus derechos laborales”.



La UFW calcula que más de un millón de trabajadores agrícolas son empleados tan sólo en California, 80% de ellos son indocumentados. La mayoría son individuos temerosos, dice Barajas. Tienen miedo a ser despedidos y deportados. Esa condición de vulnerabilidad permite que sean sometidos por contratistas y propietarios de los campos agrícolas. Encerrarlos en un puño y explotarlos muchas veces hasta morir.



La mayoría trabaja bajo un clima insoportable, con temperaturas por encima de los 40 grados Celsius, sin tiempos de descanso ni agua para beber, algo que por ley está obligado a proveérseles. Durante este año, nada más en el estado, siete campesinos murieron insolados. Eran mexicanos que arribaron sin documentos y se aplicaron en la cosecha con el ritmo desquiciante fijado por el miedo, sin tiempo para nada más que dormir cinco horas antes de levantarse para reiniciar la misma rutina que los destroza.



En Coachella, Mago despertó el martes a las 4:30 de la mañana. Preparó su lonche y emprendió el camino rumbo al cultivo de tong-ho, una especie de lechuga empleada en la cocina asiática. Se tiró en los surcos desde las seis de la mañana y no ha parado en 10 horas. Son las cuatro de la tarde. Lleva 23 cajas de 30 que requiere para ganar 90 dólares. El dinero puede parecer mucho, pero apenas alcanza para pagar su parte del alquiler en un departamento compartido, en medio de hectáreas y hectáreas de plantaciones, sin un centro urbano a menos de 70 kilómetros.





Envueltas, para ahuyentar el acoso



Las manos le arden. Los guantes que lleva están destrozados. No se despoja de ellos porque no quiere mancharse de negro con los ácidos del vegetal.



El dolor es una parte de sus preocupaciones laborales. Otra la constituye el miedo a un ataque sexual. Tiene menos de 30 años, es alta y maciza, el perfil que suelen tener las víctimas de acoso, de acuerdo con activistas de Líderes Campesinas de California. Se cubre la cara con dos paliacates y cachucha, y se coloca tres camisas de franela holgadas y otra más la enrolla en su cintura, como falda, sobre el pantalón de mezclilla. El objetivo es inhibir la libido de sus compañeros y mayordomos.



“El acoso sexual es otra de las formas de sometimiento”, dice Ramona Félix, la representante de Líderes Campesinas en el valle donde trabaja Mago. “El daño emocional para las mujeres es muy fuerte. No puede trabajarse con libertad, y lo peor es que muy pocas se atreven a denunciar casos de violación, abuso y hostigamiento, porque tienen miedo. Viven amenazadas por los supervisores. Las amenazas son porque saben que no tienen documentos para trabajar legalmente en el país. Y eso es lo más terrible”, agrega.



Las mujeres, de acuerdo con cifras de la organización a la que Félix pertenece, representan casi 40% de los trabajadores agrícolas en California. Y son ellas quienes más sufren vejaciones.



Más de 500 kilómetros al norte, en los valles de Santa Paula, Celina Felipe empuja una carriola con su hijo de cinco meses. La pequeña indígena purépecha de 38 años salió a buscar dinero prestado para cubrir mil 155 dólares que paga por el departamento de dos recámaras, en el que vive con su esposo, cuatro hijos, un nieto y su nuera.

Hace dos semanas que el encargado del edificio, un árabe, la persigue para que salde la deuda.



Santa Paula es un pueblo predominantemente blanco, parte del condado Ventura. Está al noreste de Oxnard, uno de los grandes santuarios de la fresa, en las costas del Pacífico. Los pocos mexicanos que se ven, rondan por el parque de los Veteranos. Son indocumentados, como Celina, en espera de algún contratista que los lleve a trabajar.



El departamento de Celina tiene una alfombra café, sucia y raída. La tubería del baño está averiada y gotea incesantemente. Hay una plaga de ratones, que el dueño se niega a eliminar. El mobiliario lo integran una mesa tubular con seis sillas y un viejo sofá, colocado frente al televisor, el único centro de entretenimiento del que dispone la familia. No hay dinero para salir a la calle. En el centro histórico del poblado hay pequeñas galerías, cafés con terraza, bares y restaurantes para la clase acomodada, que vive en mansiones sobre las colinas de los cerros circundantes.



Celina cruzó la frontera por Tijuana en 1996, llevando consigo a su hijo mayor, entonces de cinco años, y embarazada del segundo. La travesía la hizo para estar junto a su madre y tres de sus hermanos, quienes ya residían en el sur de California. Lleva seis años en Santa Paula. No ha encontrado otro lugar más económico para vivir que el deteriorado departamento de mil 155 dólares.



Sobre la pared que conecta a la pequeña estancia con la cocina pende una fotografía familiar. El retrato captura a Celina sonriente, rodeada por una decena de familiares, incluido su primogénito a los cuatro años. Viste un faldón amarillo y blusa blanca y lleva el pelo recogido por la nuca. La imagen se tomó en el verano de 1995, en Paracho, cerca de Uruapan, Michoacán. Tenía 18 años y era libre.



“Parece que soy otra, ¿verdad?”, pregunta mientras carga a su bebé, que tiene una tos asmática.



El semblante le ha cambiado por algo más que el efecto del tiempo. Es duro. Su cabello perdió brillo, está cenizo. Le falta uno de los dientes superiores y la piel del rostro está marchita. Un año después de aquella fotografía, Celina fue consumiéndose en los campos de limón del sur de California, con jornadas de 16 horas, sin días de descanso, sometida por el miedo y la necesidad. No encuentra mejor descripción para resumirse ella misma que una frase: “Vivo como esclava”.



Para el hambre... tortillas enlamadas





Celina se levanta a las cinco de la mañana y prepara lonche con lo que encuentra, sobras del día anterior la mayor de las veces. “Salimos a las cinco y media y esperamos a que nos recojan. Todavía está oscuro cuando llegamos a los campos. Terminamos a las cinco o seis, pero luego hay que esperar lugar para el viaje de regreso. Así trabajamos seis días de la semana”, cuenta.



Ganan poco, ella y su esposo: 15 dólares por cada caja. Entre ambos alcanzan a llenar tres por día. Poco más de mil dólares al mes, ni para cubrir los gastos de hospedaje.



“A veces quedamos sin comer para completar la renta. Yo le digo a mi esposo: ‘Estoy desesperada’. Me siento muy mal. A veces mirar a mis hijos así, con tos… mi esposo sale del trabajo y se va a la casa. No salimos porque no hay dinero para comprarles a los niños, que a veces me piden cosas. Por eso mejor no salimos.



“Allá en México era feliz. Me iba a trabajar con mi esposo. Todavía recuerdo que nos fuimos a cuidar cinco casas a Guadalajara. Allá nos trataban bien. Íbamos a todas partes: por Chapala, por Zapopan. Todo era muy bonito. Íbamos a todas partes, a donde quisiéramos. ¿Que si me siento libre? Ahorita no. Ahorita no ando a gusto. Me siento desesperada. ¿Feliz? No… no sé”.



El viernes, Celina y sus hijos comieron tortillas enlamadas y las tapas del pan rebanado que nadie quiso durante la semana. No había más.



“A veces voy y abro el refrigerador y no veo nada y me voy a llorar en el baño y mi hijo va y me toca y me dice: ‘mami, ¿qué tienes?’ Digo: nada. Y me dice: ‘Mami, no sufras, va a haber qué comer, vamos a crecer y vamos a comer’”.







Lauro Barajas, el representante de la Unión de Campesinos de América, sostiene que la realidad suele ser peor para muchos miles más.



“Estamos viviendo una época en la cual la gente se ve obligada o vive obligada a estar callada. Y entonces también se usa el tema de la crisis financiera para inyectar miedo, y se ven cosas muy malas”, dice. “Se da mucho eso del tráfico de personas. Hay ese sistema de traerlos y la gente se siente que el contratista que fue por ellos y les prestó dinero para venir, es dueño de sus vidas. La pregunta es, ¿en cuánto están pagando ese viaje?”.



Bajo tal condición, la sumisión de los indocumentados crece: “He tenido reportes de contratistas y renteros a los que los trabajadores les tienen que comprar el lonche, las sodas, las cervezas. Todo”, cuenta Barajas.



La evidencia de esclavitud es inmensa, sostiene Silvia Berrones, la representante de Líderes Campesinas en Madera, en la zona central del estado.



“La vida de estas personas es nada más ir al trabajo. Y el trabajo no necesariamente está en el área donde ellas viven. Cuando empieza a escasear deben buscar trabajo en donde sea. Los trabajos empiezan a estar más hacia el norte, en Gilroy o Hollister, a dos horas de Madera. Entonces viajan en Vans, y el mismo contratista es el dueño de la Van. Él las lleva, les cobra el raid y él los trae. Tienen que salir de sus casas como a las dos o tres de la mañana para llegar a aquellos lugares, comenzar a trabajar y llegan a sus casas a las ocho de la noche. Se bañan, comen algo y duermen para poderse levantar otra vez”.



La tiranía ejercida por los mayordomos ha terminado con la muerte de campesinas y campesinos. Sucede unas siete veces al año. Hay cobertura mediática y posiciones políticas; se elevan voces de políticos y se decretan leyes para proteger a los trabajadores. Pero todo es una pantalla, dice Barajas:



“Es la maquinaria en la cual las leyes y el dinero se juntan para jugar toda esta cosa. Te pongo un ejemplo: he estado en elecciones en México, y en cualquier lugar, por pequeñito que sea, se tiene derecho a votar. Los políticos lo saben y acuden a esos lugares para que voten por ellos. Aquí tenemos 12 o 15 millones de personas que tienen años trabajando, que ya tienen sus familias, que están construyendo al país, y no pueden votar. Ellos no cuentan. Políticos y gobernantes lo saben y no quieren que cuenten. Son los obreros que construyen el imperio, pero entre más sean ignorados, más poder tendrán sobre ellos”.
Ignacio Alvarado Álvarez enviado, El Universal, 30 de noviembre.

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