'El Cubanito'

Durante 15 años, Teófilo Cohen, a quien sus conocidos apodan "El Cubanito", cumplió con su voto de silencio, ni a su sombra le contó lo sucedido en La Habana. Las huestes de Fidel Castro lo balacearon y sobrevivió de milagro después de cinco cirugías.

Su historia sucedió a principios de la década de los 90, cuando Carlos Salinas de Gortari le encomendó a Mario Moya Palencia, Embajador de México en Cuba, esforzarse por mantener las excelentes relaciones con la isla.

Eran tiempos cruciales y contradictorios. México llevaba a cabo las negociaciones del Tratado de Libre Comercio de América del Norte con Canadá y Estados Unidos y, al mismo tiempo, sin plegarse al bloqueo estadounidense contra Cuba, era el principal socio comercial de Fidel Castro. La isla padecía una severa crisis económica por la ruptura con el bloque socialista tras la caída del muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética, y el Gobierno salinista era el que le enviaba productos básicos de consumo diario, e invertía en hoteles y turismo.

Moya Palencia mantenía, como señaló entonces, un intercambio fraternal, cariñoso y afectuoso con el Gobierno de La Habana. Quizá por ello, desde que recibió la primera información del "incidente Cohen", el Embajador quiso resolverlo personalmente para evitar que pudiera enturbiar las relaciones bilaterales. Se hizo cargo del destino del joven y ocultó el suceso a la opinión pública. Ni siquiera a Fernando Solana, entonces Secretario de Relaciones Exteriores, le informó de lo acontecido. "No recuerdo una sola palabra de esto", señaló Solana al ser entrevistado para este reportaje.

Cuba: sitio obligado

En el verano de 1992, Tofi tenía 18 años y, según pensaba, todo joven que se jactaba de serlo tenía que ir, cuando menos, una vez en su vida a Cuba. Trabajaba en las tardes, vendía telas y, siendo autosuficiente para pagarse su viaje, sólo dijo a sus padres que se marchaba.

La tarde del 9 de agosto, aterrizó en La Habana el avión de Mexicana de Aviación, en el que viajaba Tofi con dos de sus amigos, Eduardo y Lico. Iban por cuatro días, de domingo a jueves. Como pensaban visitar Varadero, rentaron un Tsuru azul, con 12 años de uso. En la ventana trasera tenía un letrero muy notorio: "Habana Tours. El arte de viajar".

"Estaba destartaladísimo", recuerda Tofi, "sin embargo, era un auto lujoso entre las carcachas que aún circulaban en la isla".

Se hospedaron en el Comodoro, un hotel cuatro estrellas con franja de playa, ubicado en la zona residencial de Miramar, donde está la mayoría de las embajadas y oficinas comerciales extranjeras. Guardaron sus pertenencias en la caja fuerte y preguntaron por un restaurante.

Alguien en México les había dicho que, en La Habana, los turistas comían manjares completos por ocho dólares y, por eso, cuando partieron al Bar Parrillada Fiesta, ubicado en la Marina Hemingway, cada uno de ellos metió 10 dólares a su bolsa.

Pidieron pescado, camarón y langosta. No bebieron alcohol, quizá solo un mojito. Al llegar la cuenta sumaba ¡más de 100 dólares! No se aceptaban tarjetas de crédito estadounidenses por motivos del bloqueo económico y financiero, y los amigos se echaron un disparejo para ver quién de los tres regresaba por más dinero al hotel. Tofi perdió. Selló así su destino.

Ráfaga de metralleta

Tofi tomó el volante y se enfiló a Miramar. Tenía apenas cuatro horas de haber aterrizado en Cuba y ya era de noche, el reloj casi apuntaba las nueve en punto. Repentinamente atrás de su vehículo vio los potentes faros de un auto que parecía nuevo y que atrapó su atención porque ahí circulaban sólo carros muy viejos.

Antes de poder reaccionar, el vehículo se le emparejó. Desde la ventana trasera, un militar bien uniformado, con gorra verde, sacó la cabeza del carro, y lo amagó con una ametralladora.

"Me gritó: '¡Alto!'. Entré en pánico. Mi instinto me dictó acelerar y agacharme para evitar que el loco aquel me matara. ¿Quién se hubiera detenido con una ametralladora en la cabeza?".

"No me pasé ningún alto, no violé ninguna señal de tránsito, no pasé por ningún retén, no venía borracho, no había razón para que nadie me detuviera y menos aún para que me apuntara con un arma larga. Todo fue demasiado rápido, busqué sobrevivir..." La ráfaga de la metralleta resopló, mientras el militar bañaba de plomo la oxidada portezuela del conductor del auto azul.

Paralizado de miedo, Tofi logró frenar unos cuantos metros más adelante. Se contrajo hacia el suelo y, al pasar su mano por una pierna, se sintió mojado. No sentía dolor, sólo sangre pegajosa y caliente.

Estaba en la intersección de la Quinta Avenida y la 17. Tofi quiso prender la luz del interior del coche, pero tuvo miedo; además, en ese vetusto auto nada servía.

Minutos después otro militar se acercó. Al verlo, Tofi lo insultó: "Pendejo., ¿por qué me disparan?...Soy mexicano".

Los cubanos reconocían en México a su excepcional aliado, quizá el único en aquel momento en que Cuba se debatía.

Frente a la escena del incidente, había una parada de camiones. El soldado agarró a un joven que esperaba la guagua y le ordenó llevar a Tofi en el Tsuru azul al Hospital Cimeq, Centro de Investigaciones Médico Quirúrgicas, el mejor hospital de especialidades cubano, sólo para la élite y personajes internacionales, ubicado a unas cuadras de ahí.

El muchacho ayudó a cargar al herido, adolorido y completamente ensangrentado, y subirlo al asiento trasero. Tofi tenía cinco balazos: dos le perforaron el muslo izquierdo, uno de ellos cruzó a un milímetro de la arteria femoral e, inexplicablemente, ambos salieron por el mismo orificio cerca de la ingle; un tercer proyectil perforó su cadera; otro más, reventó el pulgar derecho, y, quizá, el más aparatoso fue el que desgarró el antebrazo derecho como si lo hubiera destazado un león. Sin embargo, para su fortuna, ninguno dañó el tórax, ni los órganos o arterias vitales.

De víctima a culpable

Durante la tormentosa espera, en aquellas primeras horas hospitalizado, de vez en vez entraba y salía un coronel que, con insistencia, lo cuestionaba una y otra vez sobre con quién venía, con quién estaba en Cuba, quién sabía de su presencia en la isla.

Las respuestas eran siempre las mismas. Tofi le imploraba que buscara a sus amigos para que le hicieran compañía. Cuando por enésima vez el militar insistió en la letanía de preguntas, Tofi, desesperado por el dolor, el miedo y la incertidumbre, le gritó: "¡O trae a mis amigos o le armo un escándalo!".

Eduardo y Lico, los amigos, llegaron a la medianoche. Un militar de altos vuelos, cuyo rostro se les hacía conocido, llegó a buscarlos al restaurante. Les dijo que Tofi había recibido un impacto de bala cuando "se le cerró a una caravana presidencial".

Los amigos estuvieron juntos sólo unos minutos. El doctor Roberto Balmaceda Manent, afamado traumatólogo y ortopedista de Cuba, especialista en cirugía de manos y pies, prometió que Tofi pronto volvería a caminar, y ellos, sin posibilidades de actuar, se marcharon a dormir.


Terapia 'intensiva'

Esa primera noche y las subsecuentes, Tofi estaría constreñido al área de terapia intensiva. "Alguien, después, me dijo que no necesitaba de cuidados de esa magnitud, simplemente fue una manera de aislarme. Al parecer, nadie debía saber lo que me sucedió", sostiene.

La mañana del lunes, al despertar de la primera cirugía, Tofi pidió un teléfono para llamar a sus padres. No podía sostenerse, un sinfín de medicamentos y sueros intravenosos nutrían su acribillado cuerpo. En camilla y bajo estricta vigilancia de dos enfermeras, lo condujeron a una oficina.

Llamó a su padre, quien, aficionado a la tecnología, tenía un teléfono Motorola en su coche, antecedente de los teléfonos móviles que hoy inundan el mercado. Jacobo Cohen contestó, y Tofi fingió tranquilidad.

-Papá, ayer tuve un accidente, estoy en el hospital. Regreso el jueves, como quedamos, pero quiero que tú y mamá estén enterados...

-¿Otra vez? ¿Ahora qué diablos hiciste, Tofi? Ya ni la amuelas. ¿Contra quién chocaste?

-Se me metieron, papá, no tuve la culpa.

Adormilado y drogado, exhausto por el esfuerzo que tenía que invertir para hablar aparentando calma, le dictó la información que creyó importante: "Estoy en el hospital Cimeq, en Siboney, en la playa de La Habana. Dile a mi mamá que no se preocupe, que llegaré el jueves".

Cuando Ruth Roffe, madre de Tofi, supo que su hijo estaba hospitalizado, enloqueció. Llamó a la Embajada de México en Cuba, que encabezaba Mario Moya Palencia, y uno de los funcionarios la comunicó al hospital. Tiempo después, sabría que al haberle pedido apoyo a los miembros de la Embajada, haciéndolos partícipes que un mexicano estaba herido, Ruth Roffe le concedió una salvaguarda a su hijo.

Orden de aprehensión

Más tarde, ese mismo día, tres oficiales del Ministerio Público de Cuba llegaron a buscar a Tofi. Venían con la intención de que firmara su orden de aprehensión.

-"Usted condujo su auto en las calles de La Habana a alta velocidad. Está usted detenido", declaró uno de ellos.

Somos del Ministerio Público y cometiste no uno, ni dos, sino cinco delitos".

-"Delito uno: Soltaste el timón. Delito dos: Circulaste a alta velocidad. Delito tres...." -"¡Están ustedes locos!" -"Tienes que firmar que te declaras culpable...", le dijo.

-"Yo no firmo nada, ¿me escuchas? No firmo nada".

-"Si no firmas, nadie te curará y te pudrirás ocho años en las cárceles cubanas", lo amenazó un tercer agente que hasta ese momento sólo observaba.

A Tofi lo obligaron a firmar. Sólo rayoneó el expediente.

Para su buena suerte, media hora después llegó el Embajador Moya Palencia, quien se había enterado del caso por las llamadas de Ruth Roffe. Su simple presencia fue un espaldarazo, una garantía de vida ante el atropello del juicio sin derechos que le estuvieron a punto de fabricar al joven mexicano.

Rúbrica de culpabilidad

Ruth Roffe y Sara Cohen, su suegra, llegaron al aeropuerto el martes temprano, casi de madrugada, para tomar el vuelo de las 7 de la mañana que partía a La Habana. Pasaron migración en la isla y las mujeres tomaron un taxi; llegaron al hospital Cimeq, ubicado en una zona de grandes mansiones ajardinadas. Al entrar a la recepción las aguardaban: "¿Son ustedes la mamá y la abuela del chico mexicano?" Les anticiparon que, antes de que pudieran verlo, los médicos tendrían que hablar con ellas.

Las dos mujeres fueron conducidas a una amplia sala con una mesa redonda en la que había una docena de personas, entre médicos y funcionarios. "¡Casi me desmayo! Yo sólo quería ver a Tofi, y ahí me esperaba toda esa gente. ¿Qué querían de mí? Me puse muy mal, no entendía nada".

A Ruth le pusieron una bata y un tapabocas, como si fuera a entrar a un quirófano, y así ingresó al área de terapia intensiva. Encontró a Tofi malherido. Madre e hijo se abrazaron y lloraron.

A Ruth Roffe le hicieron firmar papeles que, según señalaban, garantizarían la atención médica. Sin saberlo entonces, ella rubricó también la "culpabilidad" de Tofi.

Una cirugía tras otra

El jueves siguiente,Tofi requirió una nueva intervención quirúrgica y cada tercer día volvería al quirófano, hasta completar cinco operaciones.

En el hospital lo mimaban. Lo atendían buenos médicos y enfermeras, lo alimentaban excelentemente bien; tenían siempre disponible, por si era necesario, su extrañísimo tipo de sangre, AB negativo, que sólo tiene el 6 por ciento de la población mundial.

A los 8 días, logró sentarse. A los 10, rogó que lo dejaran salir al jardín en la silla de ruedas. Al undécimo día, aunque casi no se movía, pudo salir del hospital.

Para recuperarse, lo instalaron en una mansión. De ahí lo trasladaban casi a diario al Cimeq para recibir curaciones. La villa, con sirvienta incluida, era de un solo piso; tenía cocina, comedor para 12 personas y jardines exuberantes, que a Tofi le recordaban a Cuernavaca. En aquella mansión dio sus primeros pasos y constató que sus deseos eran órdenes.

Espionaje y confabulación

Lo único preocupante era que las autoridades retenían sus pasaportes. Cada tercer día, el comandante Montaner se los llevaba, según decía, para renovar las visas. "Era un mecanismo de control, su manera de tenernos atados", dice Ruth.

Pronto también se dieron cuenta de que la sirvienta, además de "atenderlos", era espía, y que los teléfonos de la casa estaban intervenidos. "Sabían absolutamente todo lo que hablábamos. Desmenuzaban nuestras conversaciones cada vez que llamábamos a México. Nos empezó a dar mucho miedo", dice Ruth Roffe.

Para su suerte, la intervención de la Embajada de México en Cuba se mantuvo. Moya Palencia visitó a Tofi dos veces en el hospital, y luego le encomendó al Ministro Carlos Ferrer Argote que estuviera al pendiente.

Ferrer nunca se prestó a intimar con la familia, y hoy se sorprende al saber los pormenores de la historia. "Yo sólo acaté órdenes de mi jefe, el Embajador, y jamás supe que Tofi fue amenazado o que estaba en calidad de detenido. Ignoré todos los detalles", dice.

Asegura que el Embajador Moya Palencia, fallecido en 2006, jamás le mostró ninguno de los informes que pudo haber escrito y enviado a la Secretaría de Relaciones Exteriores. "Nunca vi ni un solo reporte, y ni siquiera sé si informó del caso. Supongo que él supo qué ponderar", afirma Ferrer, quien llegó a ser Embajador de México en Etiopía, Yugoslavia, Argelia y Haití antes de su actual retiro.

Por fin, 23 días después, los médicos permitieron el regreso del herido a México. El día de la partida, tres o cuatro militares llegaron a recoger a los Cohen con sus pasaportes en mano. Entre los funcionarios venía el comandante Montaner. Los acompañaron hasta el avión y, de manera contundente, dejaron muy claro el último mensaje. A Tofi le mostraron el abultado expediente y le exigieron silencio: "No te olvides que nos portamos bien contigo".

Prometí callar
Quince años después, las heridas apenas se notan. Los fragmentos de bala son parte del cuerpo de Tofi, y todos los días agradece estar con vida. "No tengo más que palabras de agradecimiento por la excelencia de la medicina cubana, por el apoyo de la Embajada de México y sobre todo, para Dios".

"Nadie se imagina lo que padecí. Todo este tiempo he guardado silencio tratando de olvidar. Me casé, soy padre, me gusta el deporte y compartir con alegría. Pensé que ya aquello estaba atrás, pero siempre renace. Ni siquiera sé por qué ahora me he prestado a hablar de esto.".

Para Carlos Ferrer, quien jamás volvió a ver a Tofi, su voto de silencio ha sido injustificado e inútil. "¿Qué hubiera podido hacerle el régimen de Castro? Nada. A nadie le convenía un problema, ni que la relación con México se viera afectada".

Tofi hoy se sorprende al saber que su caso, que él creía que había llegado hasta la Presidencia de la República y que pudo haber puesto en jaque la relación de México con Cuba, no fue ni siquiera una nota al pie de página en algún memorando que haya recibido el Secretario de Relaciones Exteriores.

Incapaz de vencer al censor que se asentó en sus pesadillas, releyó esta, su historia, subyugado a la amenaza de un fantasma omnipotente y persecutorio. "Pobre Tofi", señala Ferrer, "no es justo que se haya quedado con esa paranoia. Dígale de mi parte que ya viva tranquilo."
Reportaje de Silvia Cherem, Reforma, 16 de marzo.

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