Atrás dejó a su esposa e hijo de tres meses y emprendió, el 16 de diciembre pasado, su camino a Estados Unidos
Llegar a la ciudad de Guatemala, cuenta Antonio, fue sencillo. Ahí, junto con su tío Tomás, pasó la noche. Temprano, la ruta trazada apuntaba hacia Tapachula, Chiapas.
Ya en México, Toñito, como le dicen sus familiares y conocidos, buscó la forma de llegar a Arriaga, Chiapas. Apoyado en su tío, que décadas atrás hizo el mismo viaje, no encontró mayor impedimento, pero en esa ciudad conocieron los peligros del viaje. En la agencia de asistencia consular migratoria de El Salvador, relata, le fueron contadas historias sobre crímenes de los que son víctimas los centromericanos a manos de bandas criminales.
Lo que vio y escuchó, por parte de las autoridades salvadoreñas, no lo hizo desistir de darle algo más a su familia que los cien dólares quincenales que ganaba en su país, de los cuales asegura “no alcanzaban ni pa’ comer”.
“Toñito, hijo, no te preocupes. México es lindo y hermoso, ¿qué no sabes que en este país donde come uno comen tres? Aquí la gente es buena”, fueron las palabras que en repetidas ocasiones Antonio escuchó de su tío durante los dos días que pasaron en Arriaga.
Inician los sobresaltos
La tarde del 20 de diciembre abordaron el tren hacia Ixtepec, Oaxaca. En el trayecto, unos hombres armados trataron de subir a los vagones cerca de un lugar conocido como La Anonas, pero no lograron abordar debido a la velocidad del ferrocarril.
Antes de llegar a Ixtepec, la máquina se detuvo. Nervioso por las múltiples historias que había escuchado, Antonio observó cómo tres maquinistas pedían dinero a los migrantes, bajo el argumento de que los habían salvado al no disminuir la velocidad del tren kilómetros antes, donde estaban los delincuentes.
Arribaron a la estación de trenes a las seis de la mañana y después de un café “bien cargado” se dirigieron a la Casa del Migrante, dirigida por el sacerdote católico Alejandro Solalinde. Ahí, cuenta, se asearon junto con él decenas de centroamericanos que esperaban el tren nocturno que iba a Tierra Blanca, Veracruz.
Durante las 14 horas que esperaron hasta que partió el convoy, Antonio y su tío Tomás, además de otros compañeros migrantes, eran observados y vigilados por hombres “sospechosos”, que incluso entraban al patio del albergue y realizaban rondines.
En repetidas ocasiones Antonio le externó a su tío su preocupación por el comportamiento de los hombres que los vigilaban. Su tío, dice, siempre contestaba: ”no va a pasar nada. Recuerda que donde come un mexicano comen tres”.
A las 10 de la noche partió el tren hacia Veracruz. Avanzó pocos kilómetros y detuvo su marcha. Cuatro sujetos armados, que viajaban en el convoy con ellos, los hicieron descender. Ahí empezó la pesadilla.
Los nueve centroamericanos, de los cuales seis eran salvadoreños y tres hondureños, fueron golpeados en múltiples ocasiones. Cuando el tren siguió su rumbo, fueron llevados con el jefe de la banda criminal, quien se identificó como parte de Los Zetas.
La cuota
El sujeto, dice Antonio, preguntó si tenían familiares en Estados Unidos, “porque la cuota para soltarlos era de 500 dólares”. Algunos aceptaron y les dieron la información, otros pidieron el rescate en sus países de origen.
Siete de los migrantes plagiados fueron llevados en un vehículo particular, los otros dos abandonados en las vías del tren. Hasta el momento se desconoce su paradero.
Tras cambiar el vehículo en el que los transportaban, fueron bajados sobre una carretera e internados en el monte. Antonio relata que caminaron custodiados por dos pistoleros por veredas, cruzando corrales y mallas de alambre.
En una oportunidad, Tomás, el tío de Antonio, se hizo del machete de uno de los delincuentes e intentó persuadirlos para que los dejaran ir. Su osadía le costó la vida, ya que murió en el lugar, abatido por disparos de arma de fuego.
Durante el altercado uno de los migrantes corrió y saltó a un río, donde fue arrastrado por la corriente. Los otros cinco, entre los que se encontraba Antonio, seguían retenidos.
Algunos logran escapar
“Sabía que nos iban a matar”, relata el migrante salvadoreño, por lo que ante un mínimo descuido de sus captores huyeron hasta llegar a una carretera. Sólo tres de los cinco llegaron a salvo, de los otros nadie sabe cuál fue su suerte.
Aprovechando la obscuridad avanzaron sobre el asfalto, sin detenerse. Llegaron a un puesto de mando de la Policía Federal, a cuyos agentes sólo dijeron que eran extranjeros y querían regresar a sus países. Del secuestro, ni una palabra.
Uno de los oficiales les dio poco más de cien pesos para que pudieran llegar hasta La Ventosa, Chiapas. El policía les explicó que buscaran la estación migratoria y que en ese lugar los podían ayudar.
Antonio y los otros dos migrantes sobrevivientes se entregaron voluntariamente ante las autoridades de migración en esa localidad. Otra vez, del secuestro ni una palabra, sólo buscaban retornar a su país.
Durante el tiempo en que los centroamericanos estuvieron en manos de los secuestradores, Antonio cuenta que los escuchó decir en más de una ocasión que las autoridades “estaban compradas”, por lo que era en vano que “si la libraban (si no los mataban)” fueran a denunciar. Por lo anterior, dice, no hablaban de lo sucedido.
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