El gobierno no combate a criminales que atacan a migrantes, acusan centroamericanos

Anita Zelaya, de El Salvador, entra decidida al dormitorio de varones del albergue del Buen Pastor, un recinto único en el país, donde se reciben migrantes enfermos y amputados. En una cama al fondo hay un paisano suyo, Juan Presentación Marroquín. “Hijo, ¿cómo estás? Venimos a saludarte y ver en qué podemos ayudarte”. El muchacho, amputado de raíz de ambas piernas, voltea hacia la pared, abrumado. “O mejor ayúdame tú. Mira, éste es mi hijo que lo tengo perdido, a ver si lo reconoces”.
La posibilidad de ser útil saca a Juan de su postración. Ana y Juan platican; resultan ser de la misma localidad, Soyapango. Y no, Juan nunca vio en el camino del tren llamado La Bestia, que llegó a recorrer cinco veces, al hijo de Anita, Rafael Rolín Zelaya, secuestrado para extorsión en 2002. Pero se anima a contar su historia.
Él no sufrió un accidente, nadie lo arrojó del tren. Le pasó algo aún más terrible. Mientras dormía a 30 metros de las vías, en Escobar, Nuevo León, para abordar los vagones bien descansado, “alguien” lo cargó con cuidado y lo depositó sobre los rieles. “Desperté cuando el tren ya me estaba destrozando”.
Ana Zelaya es fundadora del Comité de Familiares de Migrantes Fallecidos o Desaparecidos de El Salvador (Cofamides), donde detenta el cargo de “secretaria de búsqueda”. En su país es vendedora ambulante. Y sostiene opiniones políticas muy firmes: “Al gobierno de México se le ha descontrolado totalmente el problema de la migración, porque no ataca la complicidad de las autoridades con el crimen organizado. Por eso nosotros decimos que, en cuanto al asalto, extorsión, asesinato, secuestro y desaparición de nuestros compatriotas, la responsabilidad es del crimen autorizado. ¿Autorizado por quién? Por el gobierno”.
Ella sabe que a su hijo Rafael Rolín lo secuestraron porque la última vez que habló con él acababa de cruzar con un coyote por Frontera Hidalgo. “De ahí ya nada, hasta que días después me llamaron para pedirme 3 mil dólares de rescate por él”. Cree que Rafael no ha muerto, porque en el intercambio de información, huellas digitales y pruebas de ADN con el servicio médico forense mexicano ningún dato ha dado positivo.
Hace algunos días, en el Centro de Readaptación Social (Cereso) 4 de Tapachula, varios presos le confirmaron que él estuvo ahí recluido. Incluso en el área del jurídico del penal parecen reconocerlo, por su fotografía. Pero en el banco de datos no aparece su nombre. Lógico, muchos migrantes, como indocumentados, se cambian los nombres para no ser deportados. Queda el compromiso de seguir esa línea de investigación.
Ana no se desanima. Lleva de regreso a su país mucho trabajo qué hacer. Pistas que puede seguir investigando, por su hijo y por los 300 expedientes que tiene la Cofamides. En la cancillería salvadoreña son 700 los registrados como desaparecidos en México.
“Nosotros los buscamos en varias vías. Con el gobierno de México y el Equipo Argentino de Antropología Forense estamos trabajando desde el año pasado. Se excavaron fosas aquí cerca y se recuperaron 73 cadáveres”. Se trata de una comisión especial forense internacional que México firmó a instancias de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
En el caso específico de El Salvador, ya se obtuvieron 45 confirmaciones de decesos. En 16 casos ya se repatriaron los restos y hay 29 notificaciones más.
“Pero nosotros sobre todo buscamos a los vivos. Y por eso vamos a insistir con la agenda del Movimiento Migrante Mesoamericano. Queremos que el gobierno mexicano indemnice a cada familia centroamericana que haya perdido a uno de los suyos por esta violencia tolerada contra los migrantes. Y queremos supresión de visas. Estas son dos de nuestras demandas más importantes”.
Juan Presentación sabe lo que es trabajar para sobrevivir desde los ocho años. A su padre nunca lo conoció. A su madre casi no la recuerda; murió en un bombardeo en San Salvador, durante una ofensiva de guerra, en 1989. Quedó a cargo de un tío, con quien nunca se entendió. A los 14 años emigró por primera vez. “Llegué a Houston sin papeles y ahí anduve rebotando, de vago, en las drogas, en pequeños trabajos, hasta que me enderecé. Fui y vine muchas veces”. El año pasado fue deportado a México y volvió a tomar camino al norte, por las vías del tren. Estaba a punto de llegar a la frontera.
“Venía de Saltillo. Me bajé en Monterrey para trabajar de cargador en el mercado y llevar algo de pisto (dinero) en el bolsillo. Pensaba tomar el tren en Escobar. Para ir bien descansado me eché a dormir al lado de unas rejas, como a 30 metros de las vías. Alguien me puso en los rieles. ¡A saber quiénes fueron esos diablos!”
Ha pasado un año. “Así como estaba destrozado por los breñales me fui arrastrando y gritando hasta que me escucharon. Creo que me recogió una ambulancia. Días después un doctor me dijo que había muerto”.
–Pero no. Ya ves, aquí estás.
–No, no. Me morí totalmente, al 100 por ciento. Pero resucité.
Órganos dañados, pérdida masiva de sangre, amputación de ambas piernas. Una vez estabilizado, del hospital de Monterrey le buscaron sitio en el albergue del Buen Pastor. Su otro combate ha sido contra la depresión. “Cuando a uno le sucede una cosa así, pasan meses y meses sin quererlo creer. Yo no quería reconocer que ya no tengo piernas. Pero no las tengo, es así”.
Ahora muere de ganas de volver a trabajar en algo. Por lo pronto, hace rosarios y collares con cuentas de plástico, y cuando alguien puede llevarlo en su silla de ruedas sale al parque central de Tapachula a venderlos. Así logra llevarse 25, 50 pesos. Pero falta. Está en espera de una donación de prótesis para volver a ponerse de pie.
El albergue
El del Buen Pastor es uno de los lugares de visita obligada de la Caravana de Madres Centroamericanas en Busca de sus Hijos. En torno a la mesa del desayuno, Olga Sánchez Martínez, quien fundó el albergue hace 23 años, les platica a las mujeres que la visitan: “Lo que hacemos aquí es dar albergue a los casos más desesperados, gente con grandes heridas, moribundos, desahuciados. He visto morir a muchos jóvenes centroamericanos, los llevé a sepultar y les lloraba, porque sentía que en algún lado había una madre esperándolos. Al principio no llevé un registro, nunca pensé que el problema de los desaparecidos iba a crecer tanto”.
Los amputados por el tren, los macheteados por los extorsionadores y asaltantes, y los cuerpos de desconocidos que quedan en el camino no son cosa reciente, ni de hace 10 años. “Es de siempre, pero antes se silenciaba”, dice. Cuenta que llegó el momento en que tuvo bajo su techo hasta 75 viajeros mutilados.
Inicialmente Olga recibía casos que le enviaban del hospital regional de Tapachula. Pero con el huracán Stan, en 2005, la vía del tren dejó de pasar por acá. Ahora los accidentes y crímenes más cercanos ocurren en Arriaga, Tonalá, Veracruz. Pero el Buen Pastor, que originalmente se montó en lo que era una vieja tortillería, ahora recibe pacientes que le envían de todo el país, con la mediación de la Cruz Roja Internacional y el grupo Beta Sur del Instituto Nacional de Migración.

Blanche Petrich, La Jornada, 22 de diciembre.

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