“Tenemos 11 días para convencer a los indecisos”


Así, amorosamente, Andrés Manuel López Obrador les advertía a los suyos, a los ataviados de color naranja, a los miembros del partido Movimiento Ciudadano, que tienen 111 días. Sí, 111 días (“tres meses y unos días”) para sacarlo del segundo o tercer lugar, según la encuesta consultada. Les ordenaba a sus seguidores —firmemente, pero con amor, claro—, que fueran, desde ya, a “convencer” a los indecisos (entre 17 y 22% del electorado, según las diversas mediciones). A todos esos que aún no saben por quién van a votar:
—A los ciudadanos que todavía no se convencen cómo van a sufragar en julio —exigía.
Al tomar protesta como candidato presidencial del Movimiento Ciudadano en el Teatro Metropólitan de la Ciudad de México (abarrotado por los militantes de ese partido que iban ataviados de playeras naranjas y portaban banderitas de su agrupación), el perredista instó a los más de tres mil asistentes para que cada uno se convierta en “un medio de comunicación” que convenza a los dubitativos de que, votar por él, representa la “única manera de serenar al país”.
De traje oscuro y corbata naranja, como todos los dirigentes del Movimiento Ciudadano que lo acompañaban en el escenario del lugar (Dante Delgado, Luis Walton, entre otros), y franqueado por el candidato de la izquierda en el Distrito Federal, el ex procurador Miguel Mancera (quien recibió tremenda ovación cuando fue presentado), López Obrador dejaba por un momento su espíritu amoroso y aludía sin citarlo a Enrique Peña Nieto: el tabasqueño señalaba que su campaña no se va a dedicar únicamente a realizar mensajes publicitarios, “pues no está en venta un producto, una mercancía; no es un asunto mediático, que no los apantallen”, ironizaba sobre la televisión. Y luego, al referirse a Josefina Vázquez Mota, también sin mencionarla, decía, sin nada de amor, que es “moralmente imposible que la derecha gane”.
Pero eso sí, fiel a su guión de los últimos meses, se instalaba de nuevo en lo amoroso y decía que nada de rencores: “Nosotros no odiamos a nadie ni queremos venganza,”. Y para que quedara clara su partitura amorosa, al protestar como candidato expresaba que lo hacía:
“Por la libertad, la justicia, la seguridad y… la felicidad de nuestro pueblo”.
Amor. Y paz: “Y sobre todo, debemos decir con firmeza, con seguridad —azuzaba a los suyos para que hicieran campaña—, que vamos a lograr este cambio porque la única manera de que haya paz es que logremos un cambio verdadero”.
Se paraba frente a sus simpatizantes y les recordaba que deben hablar ante los demás ciudadanos acerca de que lo de él y lo de la izquierda representan: “Educación, salud, empleo, vivienda digna, alimentación para todos los mexicanos, ausencia de hambre y desnutrición”. O sea, amor. Y que la paz sólo se logrará con ellos, porque (dejaba de lado otra vez lo cariñoso) “los otros tres candidatos y lo que encarnan y representan es más de lo mismo”. Y más de lo mismo, arengaba, es “aceptar tácitamente que continúe la pobreza y el sufrimiento de la inmensa mayoría de los mexicanos”. Más de lo mismo —aseguraba— “es aceptar que continúe la violencia”.
Y por eso —reiteraba su llamado, su exaltación a hacer campaña— “estamos obligados a emplearnos a fondo, a dedicarnos en cuerpo y alma a convencer a todas y todos de que sólo con un cambio verdadero podremos lograr el renacimiento de México”.
Sonreía porque era vitoreado por hombres y mujeres que lo miraban, como siempre, con adoración, y no pecaba de modesto: aseguraba que él y los suyos van a llevar a cabo, sin violencia, lo que llamó “la cuarta gran transformación nacional”. Es decir, algo equivalente a la Independencia, la Reforma y la Revolución.
Manuel Camacho Solís, Ricardo Monreal, Porfirio Muñoz Ledo, sus hombres del ayer y hoy, ponían semblante de agrado en primera fila. Y surgía entonces el griterío que ilustraba el anhelo de todos: “¡Presidente, Presidente, Presidente!”. Llovían papelitos naranja y blanco en calidad de confeti, sonría López Obrador, hacía su ademán de que abrazaba a todos abrazándose a sí mismo, y bajaba a las butacas para dejarse tocar y retratar con sus cientos de fieles durante largos minutos. Amorosos minutos.
Juan Pablo Becerra-Acosta M., Milenio, 12 de marzo.

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