AMLO resiste la guerra mediática y asegura que en los resultados de ayer nada es sólido


El eco de lo que Andrés Manuel López Obrador repitió y prometió tantas veces en las plazas repletas, frente a multitud de seguidores –No les voy a fallar– se mantuvo gravitando detrás de las puertas de su cuartel de campaña, durante la larga, posiblemente amarga deliberación que sostuvo con sus aliados.
Y se sostuvo, pese a las presiones de las fuerzas adversas de siempre, las televisoras, las voces del priísmo y del panismo; a pesar incluso del fuego amigo de los izquieridstas políticamente correctos; a contracorriente de la sorda exigencia que se expresó de muchas formas una vez que los medios de comunicación soltaron la avalancha de sus encuestas de salida, que daban la victoria a Enrique Peña Nieto por puntos porcentuales diversos, de cinco a 10 por ciento, algunos hasta más. En fin, que AMLO reconociera su derrota.
Al final prevaleció la voluntad de López Obrador: No está dicha la última palabra, sentenció puntual, cuando finalmente compareció ante la prensa en el hotel Hilton Alameda. Y para refrendar la imagen de un movimiento progresista unido, lo acompañó todo el arcoiris de su coalición: Manuel Camacho Solís –como cabeza de grupo del pragmatismo–, el jefe de Gobierno Marcelo Ebrard, el ex rector de la UNAM Juan Ramón de la Fuente –dirigentes a quienes la comentocracia televisiva sobrelleva con mayor cordialidad que al candidato. Pero también los tres Cárdenas –Cuauhtémoc, quien desde los años 80 ha hecho una trayectoria similar a la de AMLO, ex candidato presidencial defraudado, ex jefe de Gobierno del Distrito Federal y durante años reconocido como líder moral de las izquierdas, y sus hijos, el ex gobernador de Michoacán Lázaro y Cuauhtémoc Cárdenas Batel.
Todos ellos, sobreponiéndose a la tensión de las horas anteriores, apoyaron la posición de López Obrador: no reconocer resultado alguno sin contar con mayor certeza sobre los datos preliminares. “Porque efectivamente –reconoció Camacho Solís antes de abordar su camioneta– nuestras propias encuestas arrojan números muy diferentes a los oficiales.
Cuatro de la tarde. López Obrador y sus dos hijos mayores arriban a la casa amarilla que, esquina en San Luis Potosí y Córdoba, en la colonia Roma, la que ha sido su reducto durante siete años, dos campañas. Sólo lo acompaña su amigo, el empresario regiomontano Alfonso Romo.
En la calle esperan, bajo el chipi chipi y la amenaza de aguacero, el cuerpo de prensa que lo ha acompañado en su largo recorrido por todos los municipios del país. Pero no hay una sola corriente de información que indique lo que ocurre en el interior. El presidente del PRD, Jesús Zambrano, quien por cierto no tuvo muy buenas cuentas que rendir, pues ya para entonces se sabía que la maquinaria de su partido fue incapaz de cubrir con representantes la totalidad de las casillas, como había prometido –de hecho se cubrió apenas la mitad– llegó un rato y luego partió a la sede del partido.
Alrededor de las siete de la noche, cuando falta una hora para que se suelte la granizada de encuestas de salida de los medios electrónicos, sus eternos atacantes, empiezan a llegar las principales figuras de la coalición: Manuel Camacho Solís, Marcelo Ebrard, Juan Ramón de la Fuente, Cárdenas y sus hijos.
La encerrona se prolonga. Quienes conocen la dinámica de esta fuerza política prevén una reunión complicada. Revisan sus propios datos; cotejan resultados parciales de la capital –ahora más que nunca bastión incontestable de las izquierdas–, analizan y evalúan reportes de anomalías e irregularidades. Sobre todo, tratan de definir cuál sería el paso a dar una vez que el candidato decida salir de la casa de campaña para confrontar a la opinión pública en un escenario que no es el que esperaba.
Nueve de la noche. Desde el campo enemigo arrecia el bombardeo. Una hora antes de lo que había programado, la panista Josefina Vázquez Mota, con un partido que a todas luces se ha desplomado en todo el país, salió a la palestra –temblorosa– para reconocer la ventaja de Peña Nieto. Es sin duda una medida de presión para forzar una salida similar desde la cancha del Movimiento Progresista.
Las versiones que corren son diversas: que AMLO no saldrá de su cuartel sino hasta que el presidente del IFE, Leonardo Valdés, anuncie los conteos rápidos. Que convocará a sus seguidores al Zócalo. Que adentro el fuego amigo arrecia y sus compañeros de ruta le exigen una postura prudente y madura, aceptando la ventaja de Peña Nieto. Que de plano dejará plantados a los periodistas que por centenares lo esperan ya en el Hilton.
Al final, las piezas se acomodan. Cinco minutos antes de las 11, el vocero César Yáñez le abre paso. AMLO sale tranquilo, saluda. En el vehículo escucha a Valdés informando el triunfo de Peña Nieto sin detallles. Y él, ya frente a la prensa, emite su posición: nada es sólido, no hay certezas, nadie puede decir aún la última palabra.
La jornada, lluviosa, complicada, había empezado con un gesto de fraternidad que pinta a dos hombres de cuerpo completo:
El voto de Andrés Manuel López Obrador fue para José María Pérez Gay, el amigo, el consejero, el que pudo haber sido el canciller en un gobierno progresista. Por su lealtad a toda prueba, por haberlo acompañado en su causa arriesgando aun el alejamiento de amigos cercanos que siempre han fruncido la nariz frente al movimiento lopezobradorista, y también por cierto pudor, debido al cual AMLO, en comicios anteriores, nunca ha podido votar por sí mismo. En 2000, como candidato a jefe de Gobierno del DF, votó por el estudioso del sindicalismo mexicano Rodolfo Peña. En 2006, como favorito en la contienda presidencial, emitió su voto por el escritor Carlos Monsiváis. Ahora, por quien llama mi hermano.
Por los rumbos de Coyoacán, Pérez Gay –quien transita por un periodo difícil, con la salud mermada– correspondió al gesto. En silla de ruedas, acompañado por un enfermero y su esposa, Lilia Rosbach, se acercó a su casilla, en Centenario 28, para emitir su voto: por AMLO, por supuesto.
López Obrador hizo de la mayor parte de esta jornada un día privado, en familia. Por la mañana acudió a desayunar con sus hijos, y juntos salieron, a pie, a votar a la casilla que les correspondió, en Insurgentes Sur y Copilco. De ahí, a su casa, con su esposa, Beatriz Gutiérrez, y un visitante, el empresario Alfonso Romo.
No se supo más de él hasta que llegó, ya a media tarde, a su casa de campaña en la Roma. Puertas cerradas a la prensa; la espera fue larga. Habitantes de la colonia, que ya se saben vecinos del Peje, se acercaron a cobijarlo, animarlo con sus gritos: Si hay imposición habrá revolución. Para echar relajo cuando las muchachas vieron aparecer a los jóvenes retoños del candidato: ¡Suegro, suegro! Y para replegarse ante las primeras gotas de lluvia: “Ahorita venimos, vamos por las matracas –se despedía a gritos la matriarca del grupo–, pero les encargamos al Peje, no nos vayan a volver a robar la elección”.
Blanche Petrich, La Jornada, 2 de julio.

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