Los amos del siglo XXI

Se vende una esclava mulata de 20 a 25 años. Sabe guisar, coser, lavar, planchar y peinar con todo primor. Darán razón de ella en la calle ancha de San Bernardo”.



Este es un anuncio de ocasión publicado en 1760 en un pasquín español durante la época de la esclavitud, cuando las personas se comercializaban como objetos en México y en el mundo.

Carmen Sarasúa, escritora del libro Criados, nodrizas y amos: el servicio doméstico en la formación del mercado, cita en su obra decenas de anuncios similares, uno de ellos publicado en 1768: “En la calle de Las Infantas, casa número 12, se vende una esclava negra de 26 años de edad; sabe guisar, planchar, hacer pan y otras cosas”.

Ha transcurrido un siglo y aunque las actrices de esas historias de esclavitud cambiaron y las circunstancias son otras, las formas de explotación y los malos tratos se mantienen actualmente pese al paso del tiempo.

Los amos de aquella época son, en este siglo XXI, señoras de “la alta sociedad” en el Distrito Federal. Ellas ahora colocan anuncios afuera de sus casas solicitando “sirvienta” o “muchacha” o visitan las sierras de Puebla, Veracruz, Oaxaca y Guerrero para buscar y comprar mujeres y utilizarlas en los quehaceres del hogar.

Las nodrizas de antes son ahora niñas, adolescentes y mujeres indígenas en su mayoría, con educación básica inconclusa, que suelen trabajar entre 16 y 18 horas diarias en casas o departamentos que se convierten casi en prisiones y donde sólo les es autorizada la salida los fines de semana, tras una larga jornada con bajo salario, sin seguro social y ninguna otra prestación.

Los calabozos de esa época son ahora residencias en las que a la “servidumbre” se les acondiciona un cuarto ubicado detrás o hasta arriba del inmueble, muchas veces en obra negra, húmedo, sin puertas o ventanas y con camas estropeadas o camastros.

El conteo oficial dice que hay un millón 558 mil mujeres que se dedican al trabajo doméstico en México. Las organizaciones que agrupan a algunas de estas trabajadoras del hogar —como exigen que se les llame— aseguran que nueve de cada 10 comparten historias de explotación y de esclavitud.

Largas jornadas de trabajo, encierro, raquítica alimentación, golpes, humillaciones, sin derecho a recibir asistencia médica y abuso sexual son situaciones que día a día padecen las mujeres del servicio doméstico, una actividad que no está bien regulada en la Ley Federal del Trabajo y que no es considerada por la sociedad, en general, como una forma de empleo, aunque sea remunerada.

En casos extremos, las patronas han suministrado anticonceptivos a sus empleadas y las han utilizado en fiestas de iniciación sexual de juniors.

Estos abusos han obligado que algunas mujeres se agrupen para exigir respeto a sus derechos humanos, y a partir del próximo domingo, con una marcha, iniciarán en el país una campaña que llegará hasta Ginebra, Suiza, donde en 2010 la Organización Internacional del Trabajo (OIT) convocará a los gobiernos a una conferencia mundial en la que deberán comprometerse a mejorar las condiciones laborales de este sector.

La organización de este movimiento comenzó justo en esta época del año porque es la temporada de los despidos. La Unidad de Investigación solicitó en la Secretaría del Trabajo y Previsión Social una entrevista para conocer la forma como el gobierno federal protege los derechos laborales de las empleadas del hogar pero no hubo respuesta.

Peor que un perro

Celerina Morales ha dedicado 18 años de su vida al trabajo doméstico. Su experiencia en las lujosas casas donde ha servido no se parece nada a la que se observa en las telenovelas mexicanas de exportación. No se enamoró del patrón adinerado ni un hombre rico se apiadó de su pobreza. Tampoco terminó siendo la gerente de una importante empresa ni heredó una fortuna inesperada.

Su peor episodio lo cuenta con lágrimas. Hace 12 años la contrataron para hacer la limpieza en departamentos que se rentan para extranjeros. Le prometieron que le pagarían 50 pesos diarios por trabajar desde las 8:00 hasta las 17:00 horas. Nada de eso le cumplieron. Le daban sólo 30, a veces 35 pesos, pero nada más y aún cuando se cumplía su horario de salida, ella seguía trabajando porque antes de retirarse, la dueña del edificio entraba a cada una de las habitaciones para deslizar sus dedos en los muebles y comprobar que no hubiera polvo. Si lo había, Celerina tenía que pasar de nuevo el trapo. “Yo le explicaba a la señora que no era polvo, que era la pelusa del trapo, pero no me creía y se enojaba más”.

Sus alimentos se los daban a las 12:00 para que comiera en una sola tanda y evitar darle el desayuno y luego la comida. Pero además, le daban restos de alimentos, todo en un solo plato. Así que si había sopa aguada, frijoles y un guisado se lo mezclaban todo.

“Comía peor que un perro porque ni a él lo alimentaban así. Llegó un momento en que le dije a la señora que ya no quería comer ahí. Nunca le dije que en realidad me daba asco”.

Diciembre, gustó pa’ que se fueran

Celerina renunció cuando encontró otro trabajo que parecía mejor. En ese sí había buenos tratos, pero la despidieron de mala manera. Un día, recibió un mensaje de texto en su celular: “Contraté a otra persona, ya no necesito tus servicios”. Su patrona la había acusado días atrás de robo. “Dijo que se le había perdido dinero y le juraba que no había sido yo, pero es que era casi diciembre”.

Diciembre representa un problema para las trabajadoras del hogar. Es la época en la que más viven angustiadas porque algunos empleadores —explica Marcelina Bautista, directora del Centro de Apoyo y Capacitación para las Empleadas del Hogar— para no pagar aguinaldo las despiden usando un argumento común: el robo de dinero o pertenencias, o porque algo hicieron mal en su activdad laboral. “A finales del año comienzan a despedir a las empleadas para no darles indemnización”.

Bautista considera que les va peor, al grado de sufrir violencia, si eligen ese mes para pedir un incremento salarial. “Hasta el DIF (Desarrollo Integral de la Familia) llegó el caso de una señora que golpeó a dos de sus trabajadoras y las acusó de robar sus joyas. Ella aseguraba que el monto de lo robado era de 500 mil pesos, pero las empleadas aseguran que ellas jamás tomaron nada y que todo sucedió porque le pidieron un aumento de sueldo. Incluso a una de ellas la aventó por las escaleras y no pasó a mayores, pero es común”.

Celerina Morales piensa que los patrones “son insensibles y negreros” porque “no nos ven como personas que tenemos derechos. Se les olvida que también tenemos familia y queremos que nos traten como trabajadoras que somos, no como esclavas”.

Mujer contra mujer

Rocío García Gaytán, presidenta del Instituto Nacional de las Mujeres (Inmujeres), lamenta que el trabajo doméstico sea aún una forma de esclavitud.

“En el instituto recibimos denuncias anónimas que me gustaría que fueran con nombre y apellido, en las que me dicen que las mujeres de un estrato social alto van a Oaxaca o a Guerrero a comprar mujeres para el trabajo doméstico y entonces las tratan como si les pertenecieran. Eso es abominable”.

La funcionaria considera que “no podemos hacernos esto como mujeres porque si exigimos derechos, debemos empezar por respetarnos”.

Respeto es lo que pide Amalia Dorantes Islas, una mujer de 67 años de edad que ha dedicado su vida laboral al trabajo doméstico, quien fuera explotada y que hoy, por tener canas y arrugas está desempleada. Los empleadores le dicen que “ya no rinde”.

En su juventud rindió hasta más no poder en una residencia capitalina donde vivía para servir desde las siete de la mañana, hasta la 11 o 12 de la noche y a veces hasta la una o dos de la mañana si había fiesta de los patrones.

Era la casa de una ciudadana española. Se levantaba a las siete para hacer el desayuno, lavar trastes, limpiar la cocina y echar ropa a la lavadora. Al mediodía tenía que consultar el menú de la comida y prepararla. Mientras estaban listos los platillos, sacudía los muebles y arreglaba el jardín. Y si el niño de la casa llegaba de la escuela había que cuidarlo, bañarlo y alimentarlo.

Después de la comida, dice, lavaba trastes de nuevo y comenzaba a planchar la ropa hasta las seis o siete de la noche cuando debía preparar la cena. Después de la cena, otra vez los trastes y llevar a dormir al niño. Antes de que ella durmiera tenía que pedir autorización a la patrona porque si se le ofrecía algo debía estar disponible.

A su cuarto, que estaba arriba de la casa, subía arrastrando los pies de cansancio y no tenía vida personal, pues sólo le daban permiso para salir los sábados en la tarde y debía llegar el domingo antes de que oscureciera.

Si en alguna ocasión Amalia amanecía enferma, ella seguía trabajando. Su pago era de 750 pesos a la semana y cuando pidió un aumento salarial dejó de ser útil desde el punto de vista de su patrona, quien además le reprochó la edad.

“Deben vernos como seres humanos, la ven a una muy abajo como parásito, pero somos como cualquier trabajador”, dice Amalia Dorantes, quien colgó en pecho y espalda un letrero donde exige el respeto a sus derechos laborales durante una campaña informativa que comenzó hace dos semanas en la Alameda Central del Distrito Federal como parte de las movilizaciones que organiza el Centro de Apoyo y Capacitación para las Empleadas del Hogar.

Los riesgos a la salud

El trabajo doméstico también tiene sus riesgos. Susana Sottoli, representante del Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), asegura que según las estadísticas oficiales, 60% de los niños mexicanos que trabajan se desempeñan en las tareas de hogar.

Considera que además de ser una actividad casi invisible, los niños son sometidos a condiciones de explotación que les impide desarrollar su niñez, pues por lo regular dejan de jugar y educarse y adquieren responsabilidades de adultos como el cuidado de otros niños.

Saúl Arellano, director de Investigación del Centro de Estudios e Investigación en Desarrollo y Asistencia Social (CEIDAS), comenta que hay niñas que desde los seis u ocho años de edad son contratadas en el servicio doméstico y los padres lo aceptan porque dicen: “pues aquí (en el pueblo) no tenemos ni para que coma, mejor que se vaya”.

“Las condiciones de vida en sus lugares de origen son tan deplorables que las familias de esas niñas y quienes las contratan consideran que el menor de los males es preferible, pero cuando se trata de los derechos humanos de las personas, eso no es aplicable porque como empleadas domésticas están privadas de la educación, la salud, de tener una vivienda justa y una vida familiar”.

Arellano agrega que además de los riesgos que implica esta actividad económica, “hay casos de trata en los que se explota a las trabajadoras del hogar y se les obliga a ejercer la prostitución y se sabe de casos en donde son usadas para una especie de rituales de iniciación sexual de jóvenes adinerados”.

Patricia Hernández, directora del Colectivo Atabal —una asociación civil que capacita a las trabajadoras del hogar— considera que sin importar si son niñas, adolescentes o adultas “todas terminan siendo vistas como máquinas porque además de hacer el quehacer, terminan siendo enfermeras, sicólogas y hasta mamás sustitutas”.

Dice que la mayoría de las mujeres padecen de enfermedades originadas por las cargas excesivas de trabajo como reumatismo, dolores de columna, problemas en los ojos por el uso de productos de limpieza, artritis y otros padecimientos, “pero si se quiere denunciar cualquier abuso ni siquiera pueden acudir a la Junta de Conciliación y Arbitraje porque les dicen que el doméstico no es considerado un trabajo”.

En defensa de ellas

La directora Marcelina Bautista insiste en que la legislación no las protege como trabajadoras mexicanas, mucho menos a las extranjeras.

Ese es el caso de una trabajadora doméstica que fue traída desde Perú por su patrona, quien le retuvo sus documentos migratorios para evitar que escapara de los malos tratos. “Cuando la trajeron a México le hicieron firmar un documento en el que le decían que el costo del traslado hacia acá era de 2 mil dólares y que no podía abandonar la casa si antes no pagaba esa deuda”.

Bautista, como parte de una red latinoamericana de empleadas del hogar, gestiona ante la OIT la elaboración de un convenio que especifique a los gobiernos su responsabilidad de respetar los derechos laborales de las trabajadoras domésticas. Pero además, en México, tiene planes de formar un sindicato que proporcione seguridad laboral a las trabajadoras del hogar “para dar fin de una vez por todas a la esclavitud”.
Liliana Alcántara, El Universal, 3 de diciembre.

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