“Jamás abandonaré mi misión”, Solalinde


CIUDAD IXTEPEC.- Desde que el sacerdote Alejandro Solalinde Guerra comenzó su labor pastoral a favor de los migrantes, en 2006, supo que su tarea enfrentaría obstáculos y peligros. Por presiones del entonces alcalde priísta, Felipe Girón Villalba, no logró comprar una hectárea de tierras a doña Ana María, en el barrio de Picacho, cercano a las vías del tren, en diciembre de ese año. “Los que van a vivir ahí son maras y van a matar a tu hijo”, le decía el edil. Quiso comprar otro predio en las inmediaciones de la vieja estación ferroviaria y también le fue negado, a pesar de que los propietarios habían dado su anuencia.
Semanas más tarde, Solalinde Guerra por fin compró en 350 mil pesos una hectárea y media en el sector sur, ubicado a unos 500 metros al poniente del patio de maniobras del tren, a través del matrimonio formado por Doris y Ernesto, para evitar que las autoridades municipales impidieran la compra.
“Al otro día llegué disfrazado a firmar el contrato y les dije que el terreno era para construir el albergue a favor de los migrantes. ‘No hay problema padre’, me dijeron”. Esto lo recuerda en el contexto del debate con el obispo de la diócesis de Tehuantepec, Óscar Armando Campos Contreras, quien presuntamente le había anunciado su reubicación al frente de una parroquia, y quien posteriormente aclaró que nunca le había pedido que dejara su misión a favor de los indocumentados.
“Me duele el pecho y todo el cuerpo por la ceguera de mi obispo que no entiende la dimensión de la fe para proteger los derechos de los hermanos centroamericanos”, había dicho Solalinde, quien unos tres días antes de ingresar al hospital civil de Juchitán el miércoles 8 de agosto, con el diagnóstico médico de dengue clásico, se veía agobiado y a punto de llorar.
Sentado frente a la capilla que él levantó con la ayuda de muchos nombres anónimos, rememoró con tristeza que el 24 de junio de 2008 varios vecinos, azuzados por los plagiarios de los migrantes, intentaron quemar el albergue y correrlo del lugar.
“En ese entonces el alcalde, también priísta, Gabino Guzmán Palomec dijo que por instrucciones del gobernador Ulises Ruiz daría otro predio para construir un nuevo refugio lejos de esta ciudad, a cambio de que le vendiera el espacio donde está el albergue”.
Cinco años después desde que inició su labor pastoral a favor de los migrantes, Alejandro Solalinde observa a su alrededor donde se cimentó el refugio con tenacidad y esfuerzo, y explica que primero enfrentó a dos gobiernos priístas, después a Los Maras, luego a los plagiarios de migrantes y después a los malos policías extorsionadores.
En medio de las decisiones de la jerarquía católica que pretendían reubicarlo en una parroquia, Solalinde Guerra toma un respiro para redefinirse como un misionero a favor de los migrantes proveniente de Centroamérica.
—¿Considera usted que su eventual reubicación es un acto de persecución de la Iglesia, por lo que los jerarcas llaman protagonismo?
—Más que un acto de persecución, es un acto de ceguera de mi obispo Óscar Armando Campos Contreras, incapaz de ver lo que hago con amor desde la fe. No puede ver que es una misión pastoral. ¿Cómo lo convenzo? —responde.
El prelado, que el 19 de marzo cumplió 67 años de edad, se dijo sentir “adolorido porque la jerarquía de la Iglesia, aunque no toda la institución, no ha entendido que debe estar del lado de los pobres, de los que sufren, como los migrantes de Centroamérica, quienes corren el riesgo de quedar indefensos y más vulnerables.
“El obispo tiene todo el poder para removerme, pero su poder no es suficiente para doblegar mi conciencia”, repitió varias veces Solalinde, antes de que la Conferencia Episcopal Mexicana difundiera la postura del obispo Óscar Armando Campos Contreras, en el sentido de que no le había pedido al fundador del albergue que dejara su misión con los migrantes.
El principio de las actividades
Solalinde Guerra inició su labor pastoral en este albergue hace cinco años cuando solamente contaba con una pequeña casa de cartón, lugar donde él dormía, guardaba algunos libros y algo de medicamentos para atender a los migrantes que llegaban caminando desde Tapachula, Chiapas, después de que el huracán Stan destrozó en el año 2005 las vías ferroviarias y obligó a la suspensión del paso del tren conocido como La Bestia durante casi seis años.
Ahora, en lugar de la casa de cartón y ramas de dos o tres espinos donde los migrantes colgaban hamacas deshilachadas y descoloridas o tendían pedazos de cartón para dormir sobre el piso de tierra, se levantan dos dormitorios, el de hombres con 54 literas y el de mujeres con 15, con sus respectivos baños y áreas para la atención de migrantes enfermos; en el patio crecen varios árboles de mangos y dos huanacaztles que proyectan sus sombras hacia la cocina, el comedor y las frescas palapas destinadas a las visitas.
“Gracias al trabajo del padre Solalinde, el albergue de los migrantes ha cambiado para bien ”, admite Alberto Donis, un joven guatemalteco a quien policías de la desaparecida Agencia Federal de Investigaciones (AFI) le rompieron el sueño de llegar al territorio estadounidense a punta de pistola para robarle el dinero. Desde 2008 Donis decidió quedarse en el albergue y se convirtió en uno de los ocho colaboradores que tiene el refugio para el registro de migrantes, la recolección de desechos y la atención para la cocina y el comedor.
Los servicios de salud son ofrecidos por Médicos sin Frontera.
—No voy a abandonar mi misión pastoral, no voy a abandonar a los migrantes en la indefensión —comenta Solalinde Guerra luego de encaminarse hacia el comedor por un trozo de pastel, un espacio rústico con techo de lámina y media barda de bloques de cemento, que ha recibido a diputados, al gobernador Gabino Cué y a representantes de Amnistía Internacional.
Solalinde Guerra sufre. No hace mucho regresó de un largo periplo del extranjero, como parte del protocolo de seguridad impuesto a los defensores de derechos humanos que han visto sus vidas en peligro. Y en la soledad de su habitación, donde una cruz de madera luce la leyenda de: “No más muertes”, pintada con tinta roja, le llega la enésima amenaza de muerte por parte de lo que llama “los caciques de Nuevo Tutla”, donde fue retenido durante día y medio el 30 de diciembre de 2011.
“Dicen que los caciques andan ofreciendo 10 mil pesos para que deje usted de molestar”, le comentó uno de sus colaboradores que había asistido a una reunión para ver el regreso de 100 desplazados de Tutla. “Muy poco dinero, ¿acaso tan poquito valgo?”, expresó desafiante el sacerdote, como para tranquilizar a sus colaboradores que traen los nervios de punta.
A lo largo de cinco años de trabajo pastoral, Solalinde Guerra ha acompañado a los migrantes a presentar más de 200 denuncias ante la PGR y la Procuraduría estatal por delitos de homicidio, secuestro, extorsión, asalto y robo a mano armada y violaciones. “Todas las denuncias duermen el sueño de la impunidad”, lamenta Alberto Donis, uno de los colaboradores.
En cinco años de trabajo, Solalinde Guerra ha atendido a cientos de migrantes lesionados por La Bestia, atacados por violentos fogonazos que frenan el sueño americano y secuestrados por bandas que ven en los centroamericanos una jugosa mercancía productora de dinero, pero también ha enfrentado la incomprensión de la iglesia, las amenazas de muerte y la cárcel, como ocurrió el 11 de enero de 2007, cuando acompañó a los indocumentados a buscar a 12 mujeres que habían sido plagiadas en la estación del tren.
“Toda esa experiencia me ha dolido, incluso cuando quisieron quemar el albergue el 24 de junio de 2008, pero nada me ha dolido más que saber que la iglesia no entienda mi labor pastoral. Desde un principio sabía que mi trabajo no sería fácil, ya vislumbraba los peligros, pero hay que seguir hacia adelante”, sostiene Solalinde Guerra, quien libra ahora una batalla para recuperar su salud tras cinco días de permanecer hospitalizado con el diagnóstico de dengue clásico, que, de acuerdo con las autoridades de salud, se ha disparado este año por la “importación” del mal, desde los países de Centroamérica.
Alejandro Solalinde Guerra dejó el hospital el pasado lunes, después que ingresó alrededor de las 23:00 horas del miércoles y desde mediados de esta semana partió a la ciudad de Oaxaca con la finalidad de recuperarse plenamente, señalaron sus colaboradores.
Cinco años después, el sacerdote y activista continúa en su batalla, bajo cualquier circunstancia.
Alberto López corresponsal, El Universal, 19 de agosto.

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