A mil 800 metros fuera del territorio colombiano, más precisamente en el paraje conocido como Santa Rosa de Yanamaru, en la provincia ecuatoriana de Sucumbíos, la muerte de 16 personas, pero principalmente la de Raúl Reyes, no sólo inauguró el ciclo negro de la guerrilla colombiana sino que desató un temporal diplomático, que aún no cesa.
“El golpe más contundente que se le ha dado a las FARC”, lo explicó aquella mañana ante las cámaras de televisión Juan Manuel Santos, el ministro colombiano de Defensa, que inauguraba aquel día su rol de portador de buenas noticias en la guerra sin cuartel que la administración de Álvaro Uribe, mantiene con las FARC. Palabras más o menos que volvería a repetir días después para anunciar la muerte, previa traición de sus hombres de Iván Ríos (el número tres de la insurgencia) y el deceso del n úmero uno Manuel Marulanda (Tirofijo).
Pero aquella mañana la opinión pública no estaba acostumbrada a una noticia semejante. La presa más grande que el gobierno había logrado en 44 años de guerra contra las FARC, pero violando las fronteras de un país vecino. La gravedad del asunto no tardó en evidenciarse. En la tarde, cuando aún el gobierno de Ecuador no terminaba de reaccionar, el presidente venezolano, Hugo Chávez, ordenó el envío de tanques a la frontera. Horas más tarde Quito rompia relaciones y 24 horas después, el ejército colombiano informa que entre los muertos y los sobrevivientes, había mexicanos. Eran cinco estudiantes de la UNAM, los que se encontraban en el campamento guerrillero analizando o compartiendo la última experiencia guerrillera latinoamericana. Sólo Lucia Morett, de 24 años, se reponía de las heridas en glúteos y piernas.
José Vales corresponsal, 20 de diciembre.
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