La caída de un pueblo (IV)

Una semana después de la matanza del pasado 16 de agosto en Creel, que dejó como saldo 13 muertos, incluido un bebé de un año, apareció una narcomanta cerca del lago de Arareko en la que se amenazaba de muerte a 30 personas, entre ellas al Alcalde de Bocoyna, Ernesto Estrada González.

También, corrió el rumor de que habría otra masacre contra civiles.

La respuesta oficial a esto fue la asignación de 12 escoltas al edil, en tanto el Mandatario estatal José Reyes Baeza dijo que militares y elementos federales blindarían al poblado. Hoy, esto último ya no existe.

Por si fuera poco, los habitantes de Creel cuentan que tras la llegada de agentes federales y más estatales al pueblo, el número de robos a negocios y casas se ha incrementado.

Incluso, a una escuela le robaron sus computadoras y los ladrones dejaron en burla pistolitas de juguete.

Esto enmarca el desplome de visitas turísticas, de las que depende casi por completo la comunidad.

Óscar Loya, padre de Kristian, una de las víctimas, dice que él como coordinador de tours vio cancelados sus paseos agendados desde agosto y hasta febrero del 2009.

"Esto es desastroso, nos está yendo terrible y nos irá peor si no hay justicia para ese crimen", afirma.

Esto también lo asevera Mauricio Aguirre Orpinel, propietario de la tienda de artesanías "El Towí", hermano de Fredy Horacio y cuñado de Alfredo Caro Mendoza, "Los Fredys", víctimas en la masacre.

"Tenemos puras cancelaciones", lamenta.

Y dice que ese 16 de agosto hubo un gran vacío de autoridad.

La falta de justicia y los rumores alejaron a los turistas. Pero, la ausencia de una investigación formal, sería también la razón por la que parte del pueblo crea que "Los Fredys" eran los objetivos del comando del 16 de agosto.

De hecho, la Procuradora Patricia González abonó la versión cuando declaró que el motivo de la masacre había sido la ejecución de dos de las 13 víctimas, sin mencionar nombres.

"(Los Fredys) Eran dos personas dedicadas a sus trabajos y sin compromisos", dice Mauricio, negando el rumor.

"Mi hermano se dedicaba a administrar los transportes de papá que van de Creel a Batopilas y a Guachochi. Estaba pagando un camión.

"Alfredo tenía tiendas de ropa y zapatería, casas y departamentos de renta", comenta. "Era un comerciante dedicado. No tenían líos".

Independientemente de si ellos u otros eran los objetivos, ni la autoridad federal ni el Gobierno de Baeza han dado pasos importantes para resolver este crimen.

Para empezar, su Procuradora informó incorrectamente al inicio al afirmar que los "objetivos" intentaron mezclarse, primero, en un acto organizado por el IMSS para abatir la obesidad, y después en una fiesta.

No era ninguna de las dos cosas y "Los Fredys" pasaron la tarde de ese sábado con los demás, no llegaron de pronto a Profortarah, sitio de la masacre.

Por otra parte, por la ausencia de una investigación real los deudos han organizado actos de resistencia, explica el presidente seccional del poblado Eliseo Loya, quien perdió a su hijo mayor, Juan Carlos, de 21 años; un hermano, Édgar Alfredo y al primer bebé de éste, de un año.

Juan Carlos iba a concluir su carrera en administración; su hermano, de 33 años, era profesor de inglés.

"Vimos cuando los autos de los asesinos salieron tranquilos del pueblo, eran tres camionetas, creemos que con cuatro o cinco personas cada uno", cuenta Eliseo, de 40 años.

"Ante el poco avance en las investigaciones, hemos hecho un sinfín de manifestaciones para exigir que se aclare esta masacre: las familias hemos tomado la carretera, el tren, la caseta Santa Isabel de peaje".

También han colgado mantas en edificios públicos; le han pedido al Gobernador una solución pronta.

Pero nada.

"Cada vez que hacemos algo nos mandan a un enviado para decirnos que nos calmemos, que las cosas no son así, pero pasa el tiempo y el Gobierno no hace nada", explica Eliseo.

Por ello, entre los deudos hay gente decidida que afirma no tener ya nada qué perder, como las hermanas Ana Luisa y Gloria Lozano, de 37 y 45 años, respectivamente.

Aquélla es maestra, ésta tiene una estética. Ambas perdieron a su único hijo en la masacre: Óscar Felipe y René, de 19 y 17 años.

El primero estaba en el curso de ingreso a la carrera de ingeniero en electrónica. El segundo cursaba prepa. Los dos eran buenos muchachos, dicen, querían progresar y velar por estas mujeres, que eran su vida entera.

Las hermanas Lozano han exigido una investigación estricta del crimen, porque su ausencia ha desatado entre el pueblo una ola de rumores e hipótesis: que el comando venía por unos, que venía por otros.

Alguien les dijo que uno de los dos detenidos declaró que no iban por nadie del grupo, sino por otros.

"Que se equivocaron; luego, que sí iban por uno que logró escapar. Todo es desviar la atención", dice una.

Algo que saben con certeza es lo que les dijo una fuente policiaca: Creel es una plaza peleada y su gente está sobre un polvorín.

"No saben contra quien están dando patadas", les dijo. "Mejor váyanse con sus muertitos y préndanles una veladora. Hay muchos intereses y los líderes están mero arriba".

"Exigimos justicia tanto al Gobierno federal como al estatal", dicen las hermanas Lozano. "¡Justicia!".



Aquella tarde fatídica hubo seis sobrevivientes. Uno de ellos recuerda lo ocurrido.

"Éramos 19 en total y nos fuimos a 'Los Carriles'. Allí estábamos y apostamos lo de siempre: cartones de cerveza. Esa vez ganaron 'Los Fredys' e invitaron al resto a Profortarah.

"Allí siempre íbamos a jugar vencidas, a correr descalzos en carreras. Los primeros en quitarse las botas fueron 'Tito' (Luis Javier Montañez Carrasco) y René (Lozano).

"Empezó la carrera, Tito se cayó y René llegó a la meta celebrando. '¡Otra vez!', gritó Tito, '¡otra vez!' y en eso vi cuando llegó una camioneta.

"No observé a la gente, nomás escuché tiros y empezaron a caer pedazos de adobe de Profortarah. Corrí".

Antes del arribo del comando y de la estampida, de la que sobrevivieron seis, Daniel Parra Urías, transportista de carne, pasó por el lugar y vio a su hijo, Daniel Alejandro "Chilaca", de 20 años, junto a sus amigos.

Minutos después, el muchacho le alcanzó a marcar al celular: "Papá... me dispararon... ven por mí".

"Me tardé cuatro minutos en llegar", narra el hombre, afectado, de escasas palabras.

"Todavía estaban allí. Eran tres camionetas. A la mía le dieron de balazos y uno de los encapuchados nos bajó a mí y a un amigo.

"Nos dieron de ching..., nos encañonaron, no nos dispararon".

Se quedaron sin balas. Daniel escuchó el "clic, clic" y de una patada lo mandaron al suelo. Se fueron.

Cuando el hombre se pudo incorporar, comprobó entristecido que su muchacho estaba ya sin vida.

Le acababan de dar el tiro de gracia como a todos.

Escondido en una casa cercana a Profortarah, el sobreviviente, llorando, rezando junto a otro, tras las ráfagas eternas escuchó los balazos sordos del fin.

Reían, relata con ojos enrojecidos. Los asesinos reían al robar a los cuerpos carteras, celulares, cadenas.

"No lo podía creer", cuenta con los ojos inyectados de rabia y dolor.

Él y su compañero vieron desde la casa donde se parapetaban una camioneta de vidrios polarizados.

"¡Allí vienen!", musitó uno, presa del terror, llorando. "¡Allí vienen!".

Pero no eran y el vehículo pasó de largo. Tras varios minutos de silencio, salieron y encontraron a Daniel con su hijo en brazos.

Y a todos los demás.

El sobreviviente baja la voz: los ojos abiertos de los muertos, recuerda, las caras destrozadas, los cuerpos abiertos. La sangre. La pesadilla.

El bebé en brazos de su padre. El tiro de gracia en ambos.

En eso, llegó el resto del pueblo.

El que quedaba vivo.

"No los vamos a llorar: Los vamos a extrañar", escribió después el sobreviviente. "A los hombres buenos no se les llora, se les recuerda.

"Muchachos: donde quiera que estén deben saber que aquí los vamos a recordar por lo que fueron, por lo que hicieron. Quienes los hayan asesinado sabrán que mataron a unos jóvenes buenos, divertidos y que a cada uno de los habitantes de este pueblo nos mataron algo de nosotros".



El jesuita Javier Ávila, recién galardonado por su labor en favor de Creel con un reconocimiento de la Red Nacional de Derechos Humanos, dice que apoya la intención oficial de crear en el sitio de la masacre un lugar llamado Plaza de la Paz, del escultor Fermín Gutiérrez, quien diseñó también una escultura.

"Muchos familiares van retomando su vida, pero el dolor no los deja", comenta el también presidente de la Comisión de Solidaridad y Defensa de los Derechos Humanos y quien ha presidido procesiones por la paz y la justicia.

"Sus heridas no se van cerrar y algo que es bien importante es ver que se encuentre a los culpables".

Mientras no suceda esto, agrega, la rabia acompañará a Creel.

Daniel de la Fuente enviado, Reforma, 19 de diciembre.













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