“El hambre los pescó en la frontera norte”

Pernoctaron en una covacha con olor a todo. “Mierda, pues”, dice Josefina. En taquito, todos juntos y pegados; apilados, encimados de plano; una sola respiración la de los 20 que iban en la camioneta de redilas, que brincaba y brincaba en un cerro de la frontera norte.

“En taquito, como jugábamos en la casa de la abuela”, dice Mariana con sus ojos rojos muchos días después de ese viaje, de esa pesadilla; o no lo dice, lo describe con las manos, con su angustia del verano pasado y el sol que calcinaba los cuerpos pegados por el sudor. Nada ni nadie que los separara, pero ni querían moverse por temor a la migra.

Mariana, Denis, Fabián, Brenda. Todos menores de edad, la más chica cuatro años. La madre de uno de ellos y su encomienda: pasar a todos por la frontera norte rumbo al sueño americano.

“Del otro lado está papá, están los hermanos, está la familia”, señalaba ella, Josefina puede llamarse, a las hijas que lloraban cuando el hambre las pescó en Tijuana, en la frontera. En una covacha apestosa a mierda, orines y todo lo demás. Esa noche ella lloró en silencio. Sentía que se quebraba en esa encomienda de la familia.

Fue cuando en la oscuridad veía los cuerpos de los hombres ir y venir; la braza del cigarro volando por el aire; escuchó las maldiciones, un chasquido de lengua, las discusiones sobre todo, entre todos.

Veía un cuerpo pasar por la puerta; al fondo, la cinta asfáltica; arriba, los vehículos veloces; más al fondo, una oscuridad que se tragaba todo. Por ahí debían pasar. Todo lo veía y se veía a ella misma. “Lloré mucho”, cuenta.

En el rincón, los gemidos de un cuerpo en cuclillas que se metía algo en el brazo. Colchonetas, trapos, cartones y periódicos con el olor que nunca se quitó de ella. Las cucarachas, las pulgas. “Fue horrible”, musita. Era una casa de dos cuartos, sin ventanas. Todo viejo, todo sucio. Una estufa viejísima con dos parrillas. Trastes sucios y abollados en el suelo. En un rincón se apilaban los excrementos.

Las 2 de la mañana

Vean esas calles, aquella casa; los árboles, el color de los postes. La tienda de los juegos. “¿Te acuerdas cuando jugabas ahí?”, preguntó la madre a Fabián. Él rió. “En Estados Unidos —le había dicho su padre por teléfono— te compraré la consola de juegos que quieres. Pero debes portarte bien y hacer lo que dice el pollero”. La madre soltaba el llanto. Los hijos iban al encuentro con su progenitor.

Esa madrugada Josefina les iba describiendo el camino de Nezahualcóyotl, Estado de México, al aeropuerto. Uno de los chamacos vio el avión en lo alto y afirmó que en ése se irían. Iba alegre. Nadie le dijo que estaba en el inicio de su vida de ilegal. Así les dicen a los que viajan sin papeles. “Ilegal, ¡su madre!”, dice Josefina. Y señala hacía el norte doblando el brazo. El familiar que conduce va callado. Ella también y sólo contesta por contestar, pero piensa en esas calles y en su vida de toda la vida.

El costo

Treinta mil pesos por cada uno. Ciento cincuenta mil pesos pagó la familia por el resto que iba de Neza a Chicago. Una semana antes se planeó el viaje.

“Yo no quería irme. Estaba acostumbrada a los abuelos, pero al fin salimos en la madrugada con mi tío; él nos llevó al aeropuerto”. Es el recuerdo de Mariana. Frágil y con sus pocos años.

El amanecer, cualquier hora... todo oscuro

La realidad les pegó a todos al aterrizar la nave en Tijuana, y eso que aún no salían en camión rumbo al hotelucho donde pernoctaron el día, la noche, el día. La orden de uno de los operadores del pollero contactado en Neza, y al que reencontraron del otro lado, fue: “Nadie sale”. La madre les llevaba tortas. “Procuren no salir, comen y se regresan al hotel”, recuerda Josefina que les dijo el pollero.

El segundo día, antes de caer la segunda noche, se los llevaron en grupos pequeños hacía la línea. Ahí, después de caminar, caminar y caminar los fueron metiendo en una casa en el cerro, en la inmundicia. Josefina levantaba en sus hombros a un chamaco, al otro lo llevaba en brazos, uno más se le jalaba del pantalón y el cuarto iba con la mirada prendida en lo desconocido. Atravesaron la frontera por el monte. Brincando piedras, jalando arbustos. Llegaron a esa casa, la del excremento.

Casi enfrente había otra más o menos. Un buen día, a cierta hora, se escuchó el grito “¡Nos vamos, muévanle!” Pero, de repente, todos de regreso. “No se puede juntar mucha gente”, cuenta Mariana que les dijeron. Los regresaron. La tía se puso nerviosa. Y los niños la veían comer menos que ellos o no comer. “Ya no teníamos comida”, aclara la niña. “Comíamos sándwiches, pero llegó un momento que nada”. Al otro día no había dinero para el desayuno. La tía sacó una lata de elotes. Todos lloraban, incluso ella.

La salida. Rumbo a Chicago

Todos salieron en dos camionetas. Una de ellas muy vieja. Fueron más de dos horas de viaje. Sin moverse. Apilados, sentados o acostados unos arriba de otros. Mucho calor, poca o nada de agua. Denis lloraba. La tía les mojaba los labios a los niños. En el camino fueron tirando bolsas con ropa; esa fue la orden. En algún punto bajaron y todos corrieron a esconderse entre los arbustos, debajo de las piedras. Tal cual. Todo en una hora o más. Mariana recuerda que en el cerro estaba la migra. Dinero de por medio y pasaron.

Así llegaron a su destino. Pero antes arribaron a un hotel del otro lado. En una cama durmieron más de 13 personas, incluidos los niños. Algunos intentaron hacerlo en el suelo, pero se desistieron pues había cucarachas gigantes. El recuerdo de Mariana está fresco y seguro no la dejará durante toda su vida.


La realidad

Mariana, Denis, Fabián y Brenda son cuatro de los 35 mil 546 menores repatriados que viajan solos o acompañados, según datos de 2007.
Crónica de Francisco Mejía, Milenio, 11 de mayo.

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