En su rostro calcinado y seco por tanto sol y sed combinadas, aún se observan las huellas del tormento al que fue sometido durante largos siete días de plagio.
Salió junto con dos mujeres y otro salvadoreño de la provincia de Santa Ana, El Salvador, el 10 de noviembre, para llegar a Nuevo Laredo y de aquí enfilar hacia cualquier rumbo de Estados Unidos, con el objetivo de encontrar trabajo.
Sin embargo, al llegar a un cruce de rieles cerca de Coatzacoalcos, el maquinista detuvo de manera imprevista la pesada locomotora de carga a la una de la mañana.
La traición
El desconcierto y el temor se apoderó de los centroamericanos, cuando un camión de pasajeros fue atravesado sobre los rieles y bajó un grupo de encapuchados, quienes con armas obligaron a los migrantes a abandonar los vagones y subir al camión.
“El maquinista nos entregó a esos hombres. Nada pudimos hacer porque nos apuntaban con los rifles y teníamos mucho miedo”, explica Adalberto.
El grupo armado los trasladó a una casa de seguridad. Llovía mucho y la niebla les impedía observar con detalle el rumbo.
En esa casa los centroamericanos fueron interrogados uno a uno y les preguntaron quien era el guía o coyote, porque sólo ellos eran quienes podrían traficar con centroamericanos.
“Nos agarraron a tablazos”
“A todos no desnudaron, pues nadie se confesó patero. Nos comenzaron a pegar con unas tablas en todo el cuerpo desnudo, hasta que el dolor nos dobló a algunos”, refiere el indocumentado.
“Si tú me dices que eres el bueno y que eres el guía, sólo te cobramos 200 dólares por cada uno, y a ti te vamos a pedir mil dólares, pero te dejaremos ir”, le dijo uno de lo encapuchados a Adalberto, quien con la cabeza negó ser a quien buscaban.
Armado de valor, le explicó al secuestrador que él sólo era un migrante que pretendía llegar a la frontera y cruzar el río Bravo.
“Le dije la verdad. Luego llegó otro y me ordenó que me le quedara viendo a una de las muchachas que venía con nosotros desde Santa Ana, y así lo hice”.
Desde el momento de ser interceptados, los centroamericanos fueron amagados, esposados, vendados de ojos y atados de pies.
El terror ya había invadido a Adalberto. Sabía por historias que le habían contado, que su muerte era segura, porque no tenía dinero.
Tres mil dólares por cada uno
“Siempre estuve atado y en el piso. No sabía qué hacer, me decían que no los mirara a la cara y que viera hacia el piso; no nos daban de comer ni agua, ya estaba casi muerto, porque escuchaba los gritos de otros compañeros que se habían llevado antes que a nosotros, los torturaban muy feo y sus gritos me invadieron, porque sentía mucho miedo”, explica.
El tormento era constante. Ya les ponían las armas en la cabeza, ya les decían que los matarían, ya llegaban otros secuestrados, pero nadie salía. El olor a muerte lo podía percibir.
Tres mil dólares era la cuota a cada uno para dejarlos en libertad, aunque lo probable era que nadie saldría vivo de aquella pesadilla, al menos eso fue lo que Adalberto observó en esa semana en la que estuvo secuestrado, ya que entraba gente pero nadie salía.
La finalidad del secuestro era contactar a familiares de las víctimas para obligarlos a pagar su rescate. Algunos lo hicieron, pero Adalberto nunca supo si en verdad fueron liberados.
“Había uno que ya tenía mucho tiempo y me enteré que le iban a dar ‘piso’ porque no había pagado; cuando llegué, él ya tenía ocho días secuestrado”.
Al enterarse de ello, Adalberto se entregó a Dios y pidió que su muerte no fuera dolorosa. Así como fue secuestrado, fue dejado en libertad, aunque nunca sabrá si por compasión de lo delincuentes o por su franqueza.
Gastón Monge, El Universal, 8 de diciembre.
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